Empezó con la alarma del celular, la mañana de un día cualquiera. En mi celular siempre hay seis alarmas: tres fijas y tres móviles que voy editando según las necesito. Las apago y me levanto sin hacer ruido. Todas las mañanas empiezan igual, llenas de posibilidades; no sé lo que es levantarse de mal humor. Nunca preveo bien cómo va a ser el día. Tengo un techo sobre mi cabeza, qué importa si la ventana da a una calle semicortada y repleta del tránsito y del ruido de Buenos Aires. Tengo un trabajo, tengo una vida plena que disfruto a fondo, obligaciones como las de cualquier otro y una pizca de neurosis por despejar, pegaditas a los sueños que quiero cumplir.
Esa mañana cualquiera me descubrí incómoda nomás apagar la alarma. Físicamente incómoda. Por primera vez en muchos años, tuve rabia de tener que salir a la oficina. No era la sensación de "ufa, hay que salir a la calle" o "hay que laburar" que todos conocemos en algún momento de la vida. Era una sensación bien de mierda, una cosa negra y viscosa que se pegó a mis huesos y ya no me abandonó más. Era la anticipación de ocupar un espacio que no siento propio ni prestado, en un lugar donde siempre estoy incómoda. El hábito de ser agradecida me impedía darme máquina con la idea, pero esa mañana no hubo manera de frenar el malestar.
No quería vestirme. No quería salir de la casa. No quería hacer otra cosa que volver a la cama a mirar el techo y retomar lo que fuera que estaba pensando antes del sonido de las campanitas del celular. Por supuesto, y como soy una buena salvaje, reprimí cada impulso. Me vestí, desayuné, me fui escuchando la radio. La apagué no bien llegué a la parada del colectivo porque tampoco soportaba a los conductores del programa. Abrí y cerré todas las aplicaciones buscando algo que me sacara la sensación de mierda de encima. No hubo caso.
No voy a profundizar en lo desestabilizador y tortuoso que fue ir todos estos días a trabajar sin ganas, amargada, exprimiéndome las neuronas para intentar definir qué, qué, QUÉ MIERDA está pasando que ya se me cortó el hábito de la buena onda, que no puedo formular un solo pensamiento positivo aunque los siga teniendo, que no puedo parar de pelearme conmigo misma y esto va a terminar con peleas en el entorno porque el malestar ya se volvió indisimulable.
Mi cabeza es una habitación desordenada, llena de cajones que aparecen y desaparecen, que cambian de lugar y de forma. Estoy acostumbrada a ese movimiento interno porque es hijo de mi conciencia. Últimamente ando poniendo un poco de orden en los cajones que conozco mejor y es posible que algo que toqué esté generando esa incomodidad.
No se puede ser feliz en todos los ámbitos, me enseñaron desde muy chica. A veces hay que hacer cosas que no te gustan y cuando sos grande se pone peor. Muchas veces hay que renunciar por causas mejores, proyectar para un futuro, darle espacio a un Otro. Esos mantras saltan de los cajones al piso todo el tiempo y tengo que ponerme a levantar los pedazos. Hasta que me canso y no ordeno más, no junto más, no sostengo más nada. Quiero caer de rodillas en el desorden y gritar hasta que la voz se rompa y se vuelva chiquita de tan poco aire en los pulmones.
Entonces lo vi, un segundo. A todos los cajones ordenados. No sé cómo ni cuándo pasó, fue apenas eso: un segundo. Me sequé los ojos y todo seguía igual: las puertas batientes, cortinas ondulando con el viento, papeles tirados, cajas y un montón de talismanes regados por ahí, llenos de polvo. Alguien me tomó de la mano y me dijo al oído: "Equivóquese". Y todo volvió a tomar un ritmo: las alarmas, la rutina, las no ganas de vestirme, salir a la oficina, hacer las cosas que hace cualquier ciudadano promedio, volver a casa.
Hay una pequeña diferencia ahora, sin embargo. La diferencia entre una media del derecho o del revés: ahora trabajo en casa, lo que quiero ser y hacer está en casa todo el tiempo. Pero no lo puedo apagar cuando me voy de aquí, continúa cuando duermo y se lleva como el culo con los celulares, las alarmas, las distracciones y la cotidianeidad.
La incomodidad persiste. El movimiento, ese territorio que creía tan mío, puede ser un lugar tan inhóspito como la quietud misma.
Esa mañana cualquiera me descubrí incómoda nomás apagar la alarma. Físicamente incómoda. Por primera vez en muchos años, tuve rabia de tener que salir a la oficina. No era la sensación de "ufa, hay que salir a la calle" o "hay que laburar" que todos conocemos en algún momento de la vida. Era una sensación bien de mierda, una cosa negra y viscosa que se pegó a mis huesos y ya no me abandonó más. Era la anticipación de ocupar un espacio que no siento propio ni prestado, en un lugar donde siempre estoy incómoda. El hábito de ser agradecida me impedía darme máquina con la idea, pero esa mañana no hubo manera de frenar el malestar.
No quería vestirme. No quería salir de la casa. No quería hacer otra cosa que volver a la cama a mirar el techo y retomar lo que fuera que estaba pensando antes del sonido de las campanitas del celular. Por supuesto, y como soy una buena salvaje, reprimí cada impulso. Me vestí, desayuné, me fui escuchando la radio. La apagué no bien llegué a la parada del colectivo porque tampoco soportaba a los conductores del programa. Abrí y cerré todas las aplicaciones buscando algo que me sacara la sensación de mierda de encima. No hubo caso.
No voy a profundizar en lo desestabilizador y tortuoso que fue ir todos estos días a trabajar sin ganas, amargada, exprimiéndome las neuronas para intentar definir qué, qué, QUÉ MIERDA está pasando que ya se me cortó el hábito de la buena onda, que no puedo formular un solo pensamiento positivo aunque los siga teniendo, que no puedo parar de pelearme conmigo misma y esto va a terminar con peleas en el entorno porque el malestar ya se volvió indisimulable.
Mi cabeza es una habitación desordenada, llena de cajones que aparecen y desaparecen, que cambian de lugar y de forma. Estoy acostumbrada a ese movimiento interno porque es hijo de mi conciencia. Últimamente ando poniendo un poco de orden en los cajones que conozco mejor y es posible que algo que toqué esté generando esa incomodidad.
No se puede ser feliz en todos los ámbitos, me enseñaron desde muy chica. A veces hay que hacer cosas que no te gustan y cuando sos grande se pone peor. Muchas veces hay que renunciar por causas mejores, proyectar para un futuro, darle espacio a un Otro. Esos mantras saltan de los cajones al piso todo el tiempo y tengo que ponerme a levantar los pedazos. Hasta que me canso y no ordeno más, no junto más, no sostengo más nada. Quiero caer de rodillas en el desorden y gritar hasta que la voz se rompa y se vuelva chiquita de tan poco aire en los pulmones.
Entonces lo vi, un segundo. A todos los cajones ordenados. No sé cómo ni cuándo pasó, fue apenas eso: un segundo. Me sequé los ojos y todo seguía igual: las puertas batientes, cortinas ondulando con el viento, papeles tirados, cajas y un montón de talismanes regados por ahí, llenos de polvo. Alguien me tomó de la mano y me dijo al oído: "Equivóquese". Y todo volvió a tomar un ritmo: las alarmas, la rutina, las no ganas de vestirme, salir a la oficina, hacer las cosas que hace cualquier ciudadano promedio, volver a casa.
Hay una pequeña diferencia ahora, sin embargo. La diferencia entre una media del derecho o del revés: ahora trabajo en casa, lo que quiero ser y hacer está en casa todo el tiempo. Pero no lo puedo apagar cuando me voy de aquí, continúa cuando duermo y se lleva como el culo con los celulares, las alarmas, las distracciones y la cotidianeidad.
La incomodidad persiste. El movimiento, ese territorio que creía tan mío, puede ser un lugar tan inhóspito como la quietud misma.
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