Ya pasaron casi tres meses desde nuestro viaje a Madryn y me pasé la última semana teniendo sueños vívidos con ballenas y bosques desiertos frente al mar. Sueño que planeo cerca de la superficie y veo a las ballenas francas en su danza de reproducción y cría. Sueño que me sumerjo junto a ellas y que el golpe de mar frío me paraliza el corazón y los pulmones. Puedo sentir el pánico, el miedo físico por su proximidad, pero la curiosidad siempre es más fuerte y me atrevo a dar una brazada más, a acercarme más, pese a la impresionante fuerza motriz de sus vientres y colas que me succionan y me hacen pensar (aunque, claro, sé que es un sueño y no puedo dejar de saberlo) que quizá muera acá abajo porque puedo volar pero no respirar bajo el agua. ¿O puedo?
Emerjo para que el viento y el sol sequen mi ropa (¿por qué estoy vestida en el sueño y es verano?) y vuelo hasta la orilla, hacia la tundra primero y luego hacia un bosque que sale de no sé dónde porque debería estar cerca de las montañas y sin embargo está aquí, junto al silencio de los acantilados y las caletas. Y allí, entre las hojas amarillas de los árboles, despierto. Por un momento incluso siento el aroma yodado y el perfume de los troncos vivos.
No es casual que hasta la música de estos días y el proyecto que empezamos estén llenos de mar. Nuestro corazón está allí suspendido, entre las olas y los árboles, aunque los compases y los instrumentos reposen en un departamento de Buenos Aires y nos vayamos a dormir entre vibraciones de motores.
¿Por qué, si no, voy a seguir soñando con ballenas y aves marinas? ¿Por qué este despertarme con la sal y la savia entre los labios?