Soy de las palabras, sean escritas o pronunciadas. Soy la esclava de las palabras. Cuando no salen, me tienen atada al metro cuadrado del sótano con una ventanita chica allá arriba. Cuando salen pueden convertirse en un tsunami, algo monumental y catastrófico a la vez. Son mías y las uso como quiero, excepto cuando otro encuentra palabras mejores y me tira de vuelta al sótano, a pan y agua hasta que descubra la manera de volver a contar.
De un tiempo a esta parte está sucediendo que los demás agitan el caldo y las palabras llegan solas a mí, como latigazos. Como luciérnagas. Y yo, que soy medio miope y encima ya me acostumbré a los golpes de lucidez, tengo que salir a correrlas para entender de qué están hechas, qué quiso decir esto, cómo puedo reproducir la imagen que se acaba de formar en mi cabeza. Los que me hablan en estos años post-crisis de los 30 no tienen idea de la monstruosidad que ayudan a generar con sus palabras. Hablan de ellos, pero hablan de mí. Cuentan su vida y despejan ecuaciones que aclaran un poco la mía. Lo que me acerca a todos estos nuevos extraños desarma mi identidad y la pone en duda. ¿Qué fui todo este tiempo? ¿Qué puedo cambiar?
¿Qué pasa con lo que no cambia con los años?
Por ejemplo, este amor por el clima frío. Mi imposibilidad de fastidiarme aún si el frío me hace pasar una mala noche. La alegría enorme al sentir la cara escarchada, los pulmones llenos de un aire doloroso y cortante. Los dedos dormidos, los labios azules, el abrazo del frío húmedo que usa mis piernas de raíz para treparse por los huesos hasta el cráneo. La muerte blanca, quedarse frío, Jack London, las crónicas de los exploradores polares, "Viven!", mis inviernos de enfermedad y soledad. También los pasos de ballet en un césped helado, puños infantiles quebrando la superficie helada de una palangana para que los animales puedan beber antes de mediodía. Tanto positivo, tanto negativo, y pese a las asociaciones dolorosas amar el clima frío, preferirlo al abotagamiento del calor.¿Por qué esto no cambia con los años?
La epifanía personal es una astilla bien clavada que un día asoma, por cansancio de la misma piel o porque la podredumbre pulsa debajo para que salga. Hay astillas con las que nacemos sin saber y se disuelven despacio hasta volvérsenos parte. Son las insacables, y cuando encuentro una intento entender qué función cumple, cómo me afecta, cómo llegó, cómo la anulo. Las otras son mi obsesión, las que se pueden extraer, estudiar. Las que tienen interpretación y, quizás, una cura.
Por ejemplo, este amor por el clima frío que me acostumbré a no explicar y que es la punta de una astilla que asoma bajo un abceso particularmente grande. Los amores, todos esos amores más grandes que la vida, todas esas pasiones que no tienen explicación porque son emoción pura. Detrás de esas manifestaciones engañosamente simples, placenteras aunque pequeñas, insignificantes hasta para darles categoría de compulsión, están las tormentas.