No será el mío, aunque siempre lo estoy masticando en mi cabeza. Saldrá cuando quiera o cuando esté listo, como me hacen todos desde que somos chicos. Lo que más me impresionó cuando comencé a leer sobre reproducción humana fue que las mujeres ya nacemos con todos los óvulos que lanzaremos al mundo una vez al mes durante todos los meses de nuestra etapa madura, hasta que no quede ninguno. Mis historias son como esa semilla. Sólo que no tienen regularidad ni obedecen a ciclo alguno. Vienen de algún rincón de mi cabeza, empujando la memoria o el sueño con la potencia de algo anterior a la vida fuera del útero.
A los otros intuitivos padres estériles en lo biológico y máquinas pulsionales de hijos de ficción/no ficción los reconozco en un parpadeo. Truman Capote entre ellos. Uno de los cuentos que más disfruté leer fue este:
En mi primera lectura emergió punzante, instantáneo, el personaje de Sook. No es el hilo conductor de la trama. Aparece en la apertura y el cierre del relato. Aún sabiendo que parte de esa estampa (si no toda) surgía de la propia vida de Capote, que ya me apasionaba hasta el punto de devorar sus ficciones buscando puntos de contacto con su cabeza torturada, suspendí la obsesión capturada por la inocencia de esa tía vieja.
Hace un par de días murió Rosa. La Rosita. La que nadie llamó tía, sino simplemente Rosa. La que apenas sabía escribir su nombre afirmando bien la lapicera y cuyos primeros años se pierden en la sombra de un pasado que no dejó herederos. Rosa, la inocente de la familia, la entenada de risa explosiva, malversadora del lenguaje. Rosa, que acompañó a mi bisabuela en sus mejores años hasta el final de los días y que pasó después a ser acompañada por nosotros, los que la íbamos dejando atrás.
Rosa, que me enseñó el truco para enjuagar la ropa y colgarla de la cuerda de forma tal que podía después guardarla sin arrugas, también cebaba los mejores mates de té de Gualeguaychú. Tenía una suerte increíble para la quiniela, justo ella que no comprendía totalmente el valor del dinero. Le gustaba su prolija rutina familiar, alterada cada tanto por los nacimientos y muertes que no parecían tocarla demasiado. Le gustaban los animales. Le gustaban los niños.
Hace un tiempo largo empezó a envejecer. Por suerte, casi no se dio cuenta. Rosita apenas registraba el dolor. Se quejaba más bien de los cambios en su entorno, de las interrupciones cada vez más largas del ritmo de la casa, de un cansancio inexplicable que no le permitía caminar derecha y rápido.
El deterioro de los inocentes es un latigazo que se los lleva en poco tiempo. Suerte que Rosa nos duró tantos buenos años. Tuvo una vida larga y feliz en la que recibió y brindó muchísimo amor. Rosa es para tres generaciones de la familia una marca de nacimiento que no se borra. Una compañera en nuestra infancia, un fastidio en nuestra adolescencia, una tía muy querida para la eternidad.
Agradezco profundamente que hayas sido parte de nuestras vidas.
El resto es silencio.