Para la pequeña familia, y buena parte de la grande, fui La Artista. Era la única que tenía el berretín de leer, escribir, cantar y tocar la guitarra de forma autodidacta. Es decir, todas esas cosas que no dan dinero ni prestigio ni te ayudan a planear un futuro en el que haya una casa, una familia, una cerca de madera blanca y un perro. Pero sí significaban un cierto lustre, una especie de reconocimiento a la inteligencia. Mi capital cultural, la facilidad y rapidez con que asimilaba contenidos absolutamente inútiles para la vida eran prueba suficiente de inteligencia para padres, abuelos y el resto de la familia.
Para mis hermanos era simplemente la que les contaba cuentos, pero no encontraban en esa facilidad para lo impráctico nada extraordinario. De hecho, siempre consideré que ellos eran los más inteligentes, los capaces de capitalizar pura y exclusivamente la información necesaria para desenvolverse en la vida. Mientras que mi hambre de bohemia planteaba cada vez más obstáculos para vivir, volviéndome una atormentada, una bolsa infinita de intensidades y dolores.
Cada conocimiento nuevo agudizaba la angustia, cada nuevo talento que me descubría incapaz de desarrollar de manera perfecta derivaba en una frustración insoportable. Quería ser intachable, sin errores, inmaculada. Así como alguna vez aspiré a la santidad (o al menos a la Más Perfecta Bondad Posible), también quería ser una lectora de constancia irreprochable, una escritora de ortografía y caligrafía impolutas. Quería sacarle a mi voz de coloraturas ínfimas el mayor provecho, alcanzar todas las notas posibles del rango, tocar todos los arpegios con cejilla sin cansarme, bailar llevando el ritmo a la perfección.
No competía con nadie. Nadie era mi modelo. Sólo estaba frente a un espejo imaginario, criticándome por perezosa, por limitada, por poca cosa. Si mi cabeza podía pensarlo, entonces yo debía poder llevarlo a la práctica. ¿Cómo que no? Con voluntad, todo es posible. Y si no lo era, es que no lo estaba deseando con la fuerza suficiente. Eso era evidente.
Por supuesto que todas estas batallas se libraban en el campo de mi intimidad, la familia apenas recibía los frutos: un cuento bonito, un dibujo prolijo, una canción ejecutada a la perfección sin errar una sola nota, las coreografías y sketches teatrales de las reuniones de navidad. Era tan solemne y daba tanta importancia a mis "porquerías" que quedó para siempre en la familia el mote de La Artista, o La Doctora. Los matices burlones en el mote no me interesaban. Sí, era una Artista. ¿Y qué? Podía ser lo que quisiera.
Claro que a los diez o doce años se rompíó el encanto y un poco la familia, pero también el mundo exterior me fueron señalando que había que hacer otra cosa con esa inteligencia. Sacarla de la bohemia y ponerla en otro lado. Confinar las inquietudes artísticas al campo de lo eventual, rebajarlas a la categoría de hobby, porque había que crecer para hacer una carrera que diera dinero, para biencasarse, tener hijos, una casa con jardín y cerca de madera blanca, y, tal vez, un perro.
Empezaba a dolerme no decir más "escritora" cada vez que me preguntaban qué iba a ser cuando fuera grande, pero era más fuerte la vergüenza de recibir la condescendencia ajena o el desprecio con el que descartaban ese sueño. "Ahhhh, pero eso cuando no estés trabajando, ¿de qué vas a vivir?" "Con lo inteligente que sos, deberías estudiar algo que te dé mucho dinero. Podés ser lo que vos quieras".
Pero yo quiero escribir, pensaba. Y cantar. Quiero bailar. Es lo único que quiero hacer, es lo que me gusta.
De a poquito fui metiendo esos deseos, esa respuesta que no volví a dar, en la parte trasera de mi cabeza y confiné la escritura a la intimidad más absoluta. Nadie volvió a pedirme un cuento. Nadie volvió a preguntar "¿¿y?? ¿qué estás escribiendo hoy?".
La Artista se redujo a una anécdota, a un chiste interno, como mi hermana que comía tierra o mi hermano disfrazado con cara de culo para las fiestas del jardín.
Mi escritura, mi canto a voz en cuello y mis coreografías sincopadas fueron a parar al fondo de unas cajas de cartón, exiliadas al ámbito de las cuatro paredes que pude procurarme a golpes de trabajos que no me gustaban. A La Artista la declaré muerta de pura frustración. O mejor dicho, no nacida. Nunca llegué a hacer propio ese título. Me lo dieron otros, en tono a veces admirado y a veces burlón. Y yo lo sentí un estigma, un blasón inmerecido, algo de lo que no estaría jamás a la altura. Así que la maté con mis decisiones, la ahogué, la cagué a patadas en el suelo para que no volviera a jorobar con eso de pasar a primer plano.
Entonces ¿por qué seguía tan enojada?
Hace un par de días, una de mis compañeras de trabajo me contó que su hija de casi siete años pinta unos cuadros hermosos. Que desde muy pequeñita va a taller de pintura. Vi algunos de esos cuadros y sentí una agitación en el estómago, un desasosiego. Algo que tironeó al presente a la Agus que se encerraba a tocar la guitarra hasta que el dolor en los dedos la hacía llorar de bronca, la que mordía la madera hasta dejar marcados los dientes. Los cuadros de esa gurisita me hicieron acariciar con pena la cabeza de la niña que fui, levantándose con el sol incluso los fines de semana, cuando podría haberse quedado durmiendo hasta tarde, sólo por la irreprimible necesidad de escribir.
Mi compañera dice que los referentes artísticos de su hija la alientan a pintar porque es, sin ningún tipo de dudas, una Artista. No sólo crea sin parar, piensa en dibujos y colores desde que se levanta hasta que se acuesta y se toma muy en serio su formación (¡a los siete años!). También, y sobre todo, está ávida de compartir con el mundo lo que hace y no le cuesta ni mostrar sus trabajos ni dejarlos ir. Pinta y regala, expone, circula. Nada de confinar sus colores al fondo de una caja. Eso que es ella y que nunca me animé a ser, que no pasó del berretín o del mote bromista, es una de las marcas más persistentes de mi vida.
Hoy escribo esta primera aproximación para intentar responder la pregunta, para empezar a desenrrollar la madeja caótica de una herida muy vieja.
A ver si me sale.
Hoy escribo esta primera aproximación para intentar responder la pregunta, para empezar a desenrrollar la madeja caótica de una herida muy vieja.
A ver si me sale.