Hace algunos años, con posterioridad a un episodio de violencia en la vía pública, me recomendaron consultar a un psiquiatra.
(Normalmente no estaría contando estas cosas en un blog, pero los blogs pasaron de moda, nadie los lee y ahora siento que soy más libre de usarlo en sintonía con esta nueva forma de vivir cada vez más como se me canta).
Decía: tuve un episodio y golpeé a una persona en la calle, volviendo a casa después de pasarla hermoso en buena compañía. Hacía menos de dos semanas había comenzado terapia y estaba en una etapa de ebullición e incertidumbre absolutas. Sentía que había alcanzado uno de mis objetivos de vida y los otros se desdibujaban o estaban irremediablemente lejos de mi alcance. Sea por lo que sea, con la testosterona a tope siempre me fue muy difícil pensar. Creí que por fin había llegado el momento de medicarse.
El primer psiquiatra que vi recomendó dos antipsicóticos fuertes. Sin haber hablado conmigo más de treinta minutos. Sin análisis de sangre, sin preguntarme más nada que cómo me sentía.
Y yo, que no miento ni al test de Rorschach, le dije exactamente lo que sentía.
Dos antipsicóticos.
Salí de ese consultorio sintiendo que me habían revoleado una trompada, pensando qué quedaría de mí cuando las pastillas comenzaran a hacer efecto.
Hice una nueva consulta con alguien recomendado por la analista que veía en ese momento. Me escuchó durante casi dos horas. Hizo varias preguntas. Indicó análisis completos y recién allí miró la receta del otro psiquiatra.
"Esto tiralo, vamos a buscar lo que mejor te funcione" dijo.
Los dos años que fui y volví de la consulta, ajustando dosis y observando mis propias reacciones más de cerca, fueron bastante productivos en términos de autoconocimiento y bienestar físico, la vida se hizo más vivible, pude sostener resoluciones, enfocarme. Lo más importante: no me perdí en la sopa química, que es el miedo (el prejuicio) más viejo que arrastro con respecto a la medicación psiquiátrica. Por "perderse", entiéndase un desconocimiento tan radical de mí misma que hiciera prácticamente imposible reconocerme, ya no frente al espejo, sino hacia adentro.
El mundo interior, la manera en que mi cerebro configura el deseo y el goce, una intuición animal ajustada para morigerar la devastación que sucedía a los impulsos. Si perdía esas cosas, sentía que perdería lo único que valía la pena de mí, lo único que había logrado que me gustase.
Cada uno ancla su ego donde puede. Mi punto de apoyo es más bien un pivote. Así las cosas, cinco años después de dejar las pastillas (ojalá fuera para siempre; desde el fin de la terapia combinada no puedo pensar en absolutos) me desconocí varias veces. ¿Soy esto?¿Soy lo que era antes? Al menos ya no están los momentos blancos, las lagunas, el zumbido en los oídos, el velo rojo que deformaba el mundo cuando entraba en modo berserker. Todavía. Porque soy esto y soy aquello. La de antes, la de ahora. Y un potencial que aprendí a mirar con cautela, igual que aprendí a caminar entre vidrios y escombros después de cada fin del mundo.
Un animal sólo llega a viejo si aprende.
El primer psiquiatra que vi recomendó dos antipsicóticos fuertes. Sin haber hablado conmigo más de treinta minutos. Sin análisis de sangre, sin preguntarme más nada que cómo me sentía.
Y yo, que no miento ni al test de Rorschach, le dije exactamente lo que sentía.
Dos antipsicóticos.
Salí de ese consultorio sintiendo que me habían revoleado una trompada, pensando qué quedaría de mí cuando las pastillas comenzaran a hacer efecto.
Hice una nueva consulta con alguien recomendado por la analista que veía en ese momento. Me escuchó durante casi dos horas. Hizo varias preguntas. Indicó análisis completos y recién allí miró la receta del otro psiquiatra.
"Esto tiralo, vamos a buscar lo que mejor te funcione" dijo.
Los dos años que fui y volví de la consulta, ajustando dosis y observando mis propias reacciones más de cerca, fueron bastante productivos en términos de autoconocimiento y bienestar físico, la vida se hizo más vivible, pude sostener resoluciones, enfocarme. Lo más importante: no me perdí en la sopa química, que es el miedo (el prejuicio) más viejo que arrastro con respecto a la medicación psiquiátrica. Por "perderse", entiéndase un desconocimiento tan radical de mí misma que hiciera prácticamente imposible reconocerme, ya no frente al espejo, sino hacia adentro.
El mundo interior, la manera en que mi cerebro configura el deseo y el goce, una intuición animal ajustada para morigerar la devastación que sucedía a los impulsos. Si perdía esas cosas, sentía que perdería lo único que valía la pena de mí, lo único que había logrado que me gustase.
Cada uno ancla su ego donde puede. Mi punto de apoyo es más bien un pivote. Así las cosas, cinco años después de dejar las pastillas (ojalá fuera para siempre; desde el fin de la terapia combinada no puedo pensar en absolutos) me desconocí varias veces. ¿Soy esto?¿Soy lo que era antes? Al menos ya no están los momentos blancos, las lagunas, el zumbido en los oídos, el velo rojo que deformaba el mundo cuando entraba en modo berserker. Todavía. Porque soy esto y soy aquello. La de antes, la de ahora. Y un potencial que aprendí a mirar con cautela, igual que aprendí a caminar entre vidrios y escombros después de cada fin del mundo.
Un animal sólo llega a viejo si aprende.