Vamos tomando distancia de este año que fue fatal, decisivo. No he recuperado las ganas de leer ni de escribir. Lo hago, sí, pero ya no es la necesidad que supo ser. Me recuerdo anhelando un parche de césped, el cielo, animales, una casita pequeña, poco a poco levantar deseos con las manos. Ahora, que vivo con los dedos ásperos, clamo por una grieta donde vuelva a colarse esa pulsión que me mantuvo viva durante mucho tiempo. Paradójicamente, nunca me sentí más viva, más consciente de mi propio cuerpo (por dentro y por fuera) como ahora que estoy seca de palabras. Siempre nos está faltando algo para la completitud, y estar vivo es eso: navegar en la incomodidad, en la carencia. Miro a mi alrededor, muchos que parecen tenerlo todo adolecen de carencias más brutales que las mías. En este caos hay un orden orientado a la supervivencia de los seres vivos y en la pequeña galaxia interior que es nuestra casa somos una jauría contra las circunstancias, en permanente aprendizaje. Lo único que puedo decir de este año es que me dediqué de lleno a desarmar los mecanismos de mi domesticación. Nunca fue más obscena y grotesca mi actuación de civilidad frente al mundo que ahora. Nada de lo que hago lo hago para ser mirada. A veces me detengo al límite mismo de una barbaridad para no arriesgar de más. Soy un animal que quizá no llegue a viejo pero aprendió mucho.
Anárquicamente, hicimos esto, esto y esto. Es de los pocos reductos donde me muestro o me luzco, de a ratos y detrás de una máscara. En un documento de drive escribo lo único que me interesa que me sobreviva, una especie de testamento para las futuras generaciones de mi familia de sangre y adoptiva. Lo borro y lo escribo muchas veces bajo el fragor de una tarea que no tiene nada que ver con las ideas que estoy tratando de hilar. El signo de toda mi existencia ha sido el vivir compartimentada, desmembrada, una parte aquí y otra allá.
Todavía tengo el paso ligero y camino con la seguridad del depredador, pero ya nadie me mira. Gané mi derecho a la invisibilidad y pulí la habilidad de hacerme presente sin mucho esfuerzo, incluso en lugares donde ya estaba hace rato. Es una cosa escalofriante ser múltiple y una a la vez. Los que me conocen reclaman que el pedacito que tienen es el todo y no la parte, creen saber la naturaleza de mis pensamientos y ya me han etiquetado como buena o mala, o jodida, o depresiva. Los que sabemos la verdad (la sombra detrás de la luz, el monstruo polimorfo que nunca duerme) vivimos todos en esta casa en la que hace ya dos años nadie entra a tomar unos mates o compartir una comida, una casa que es un pulpo, un arca, un bunker y un pequeño país.
Eso es todo lo que tengo para decir de 2021. No es como si alguien me hubiese preguntado, claro. En todo el año, de hecho, pocas personas me sacaron charla con la genuina intención de saber de mí. Dos, a lo sumo, escarbaron un poquito más cuando presintieron que no era sincera. Tal vex en 2022 sean las últimas personas que queden en el círculo más próximo a mi corazón, aunque por fuera todos los demás sigan viéndome amorosa y dedicada. Pasé veinte años de vida derribando mis murallas primarias y quiero dedicar los pròximos veinte a levantar otras, más orgánicas. La puerta queda un poco más escondida, nomás. Pero está. Siempre hubo puerta.