Es un verano sofocante, casi tanto como el de 2018. A ese no lo padecí porque básicamente pasé la mayor parte inmovilizada en una cama, sin gastar energía, sin transpirar. La Niña, dicen, trajo esta falta de lluvia y las plagas que minaron gran parte de nuestra huerta soñada y nuestro buen humor. Los perros, agitados, pasan las peores horas de sol bajo la galería o en el parche de césped que besa la sombra del fresno de la casa detrás de la nuestra. Reviven a la noche o durante la madrugada, hacen pozos en el patio hasta dejarlo parecido a un campo minado; casi no se puede caminar por allí sin tropezar. El gato, de panza contra los cerámicos de la cocina o bajo nuestra cama, hundido en un sopor que se parece a la muerte. Los humanos, mojándonos a cada rato en la ducha, encerrados en la casa hasta que baja un poco el sol y reconquistamos nuestra parte de mundo exterior, bastante sin ganas. Abandonamos casi todas las tareas de jardín y apenas podemos mantener a raya el césped y a las hormigas.
Durante todo el 2020 que fue tres cuartas partes pandemia me resistí a llevar un diario de cuarentena, pero también podría decirse que la escritura me resistió. Cada impulso fue derivado a otros menesteres. Descubrí lo agotador que puede ser recordar tantas cosas, generar muchos rituales juntos para mantenerse viva, sana y cuerda. Descubrí que mi cuerpo es una máquina de supervivencia y que todo lo que elijo no decir es una carga que se pudre dentro y me amarga hasta la médula. Me reconcilié y me rebelé (a veces en simultáneo) con algunas imposibilidades. Lloré mucho más de lo que me permitía llorar cuando había más motivos. Sentí que no estaba a la altura de la vida que elegí, que no tengo lo que hace falta para sostenerla, que soy mala y poco meritoria. Aún tengo que lidiar con ese pensamiento cada vez que llega la hora de dormir.
Muy pocas veces como en 2020 me sentí tan poca cosa, tan incapaz, y sin embargo sigo imponiendo algo, una autoridad proyectada, una especie de campo de fuerza que mantiene todo prolijamente a raya. Vivo y trabajo sumamente expuesta, en un ámbito muy pequeño donde resultaría sencillísimo quedar pegada a rumores y puteríos, pero nada me llega. O eso creo, a fuerza de que no me importe. Traje desde Buenos Aires la capacidad de hacer creer que soy insignificante, mientras extiendo los polimorfos tentáculos de mi sensibilidad para aprehenderlo todo, estar en todos lados y en ninguno, observar sin ser tenida en cuenta. Hay una vida que discurre dentro de mí, un cosmos que se resiste a morir o aletargarse, y debo mantenerlo a raya para que no salga atropellando a impregnar el otro mundo, el de afuera.
Posiblemente el esfuerzo de contener y desatar me esté desguazando.
Asisto al derrumbe progresivo de mi Yo corpóreo pensando cuánto más puede tardar la mente en seguirlo. Nada es más relativo que la expectativa de vida en un panorama como el actual, me digo. Los impulsos siempre estarán ahí y cuesta retenerlos en la cueva mental. Cada vez me permito menos desahogos, pero no son pobres en absoluto. Un destilado esencial de perversión, ejercicios mentales, maniobras de supervivencia en la intimidad. El ascetismo siempre se me dio bien, igual que la compañía de los animales, los singulares y los niños, el cielo, la tierra, los árboles. Tengo esto aunque no tenga nada más. Y las palabras, ah, millones siempre, flotando como ideogramas en el aire, materia oscura entre mis átomos.
Por la noche, abro la boca para hablar y sólo tengo aullidos.