Es un verano sofocante, casi tanto como el de 2018. A ese no lo padecí porque básicamente pasé la mayor parte inmovilizada en una cama, sin gastar energía, sin transpirar. La Niña, dicen, trajo esta falta de lluvia y las plagas que minaron gran parte de nuestra huerta soñada y nuestro buen humor. Los perros, agitados, pasan las peores horas de sol bajo la galería o en el parche de césped que besa la sombra del fresno de la casa detrás de la nuestra. Reviven a la noche o durante la madrugada, hacen pozos en el patio hasta dejarlo parecido a un campo minado; casi no se puede caminar por allí sin tropezar. El gato, de panza contra los cerámicos de la cocina o bajo nuestra cama, hundido en un sopor que se parece a la muerte. Los humanos, mojándonos a cada rato en la ducha, encerrados en la casa hasta que baja un poco el sol y reconquistamos nuestra parte de mundo exterior, bastante sin ganas. Abandonamos casi todas las tareas de jardín y apenas podemos mantener a raya el césped y a las hormigas.
Durante todo el 2020 que fue tres cuartas partes pandemia me resistí a llevar un diario de cuarentena, pero también podría decirse que la escritura me resistió. Cada impulso fue derivado a otros menesteres. Descubrí lo agotador que puede ser recordar tantas cosas, generar muchos rituales juntos para mantenerse viva, sana y cuerda. Descubrí que mi cuerpo es una máquina de supervivencia y que todo lo que elijo no decir es una carga que se pudre dentro y me amarga hasta la médula. Me reconcilié y me rebelé (a veces en simultáneo) con algunas imposibilidades. Lloré mucho más de lo que me permitía llorar cuando había más motivos. Sentí que no estaba a la altura de la vida que elegí, que no tengo lo que hace falta para sostenerla, que soy mala y poco meritoria. Aún tengo que lidiar con ese pensamiento cada vez que llega la hora de dormir.
Muy pocas veces como en 2020 me sentí tan poca cosa, tan incapaz, y sin embargo sigo imponiendo algo, una autoridad proyectada, una especie de campo de fuerza que mantiene todo prolijamente a raya. Vivo y trabajo sumamente expuesta, en un ámbito muy pequeño donde resultaría sencillísimo quedar pegada a rumores y puteríos, pero nada me llega. O eso creo, a fuerza de que no me importe. Traje desde Buenos Aires la capacidad de hacer creer que soy insignificante, mientras extiendo los polimorfos tentáculos de mi sensibilidad para aprehenderlo todo, estar en todos lados y en ninguno, observar sin ser tenida en cuenta. Hay una vida que discurre dentro de mí, un cosmos que se resiste a morir o aletargarse, y debo mantenerlo a raya para que no salga atropellando a impregnar el otro mundo, el de afuera.
Posiblemente el esfuerzo de contener y desatar me esté desguazando.
Asisto al derrumbe progresivo de mi Yo corpóreo pensando cuánto más puede tardar la mente en seguirlo. Nada es más relativo que la expectativa de vida en un panorama como el actual, me digo. Los impulsos siempre estarán ahí y cuesta retenerlos en la cueva mental. Cada vez me permito menos desahogos, pero no son pobres en absoluto. Un destilado esencial de perversión, ejercicios mentales, maniobras de supervivencia en la intimidad. El ascetismo siempre se me dio bien, igual que la compañía de los animales, los singulares y los niños, el cielo, la tierra, los árboles. Tengo esto aunque no tenga nada más. Y las palabras, ah, millones siempre, flotando como ideogramas en el aire, materia oscura entre mis átomos.
Por la noche, abro la boca para hablar y sólo tengo aullidos.
Cada vez que quiero arrancar este texto vengo de días de mucho masticar la cosa, en mi cabeza está todo clarísimo y listo para ser escrito. Pero el momento pasa y ya no recuerdo ni siquiera cómo quería empezar. Soy una narradora, conozco la importancia de enganchar desde la primera línea. Pero también sé que hablar de estos temas no es algo de todos los días ni es un asunto de ficción ni busca el enganche. De hecho, creo que íntimamente no quiero hablar de este tema, como no quiero hablar de muchos otros temas. La depresión es una topadora cuya inercia arrasa mucho tiempo después de que se manifiestan sus primeros síntomas, y una de esas inercias es el profundo sentimiento de culpa por haber estado deprimida. Que la invocación de ese fantasma no se vaya a interpretar como recaída. Peor aún: que la mención de la posibilidad de convivir con la depresión en estado latente no se tome como signo de descuido personal, de incapacidad, de ingratitud para con la vida que se lleva o las personas que acompañan.
Es difícil navegar la depresión o cualquier otro trastorno. Para empezar, todos transitamos distinto la cuestión que nos toca. Enfermedades, duelos, cambios, desgarros: da igual, porque todo es diferente. No voy a profundizar en la forma en que los demás pretenden brindar ayuda y se enojan o se frustran cuando esa ayuda (en sus términos) no es bien recibida o termina mal. No voy a profundizar en los tratamientos. Estoy escribiendo esto para poner luz sobre una experiencia personal y porque el momento que vivo me resulta tan intoxicante que a veces siento que la oscuridad en la que tanto supe estar le ocurrió a otra persona, que no voy a volver a pasar nunca más por eso. Y sé que no es cierto. Por eso escribo, como testimonio, como recordatorio.
En el comienzo fue la angustia. No recuerdo sus detonantes pero sí sus efectos en mi cuerpo. Llorar sin razón, una necesidad visceral de aislarme ("volverme invisible", y más tarde "que la tierra se abra y me trague", "desaparecer"), la sensación de que nadie tomaba en serio las cosas que me hacían bien o mal, picos de euforia en los que me invadía una dicha tan absoluta como inefable.
A medida que crecía empezaron los arranques de ira ciega, literal: ver rojo, escuchar un zumbido asordinado intenso que tapaba todos los sonidos del mundo, como si me hubiesen metido de golpe en un tanque de deprivación sensorial. Si me peleaba en medio de ese estado (cosa que pasaba, y mucho) no sentía dolor; podía golpear y ser golpeada sin límite. Después, casi enseguida: la culpa. El remordimiento por haber causado daño y la impresión de que ya nadie iba a ser capaz de quererme porque yo era mala, loca y mala, que no importaba el arrepentimiento ni las veces que pidiera perdón. Compensar desarrollando una personalidad encantadora, afirmada en un altruismo que nunca me costó esfuerzo, para que la menor cantidad de personas posible intuyese el abismo negro donde se cocía el monstruo.
A las etapas de excesiva energía podía seguir un abatimiento que era como una mortaja. Eran momentos (horas, días, semanas) de un peso atroz en el pecho, como si una capa viscosa y fría recubriese todos los órganos internos. Allí supe lo que es volverse robótico, zombie, que te miren con lágrimas en los ojos, que te hablen esperando una reacción y sentir que nada de eso hace eco en las tripas, todo lo contrario a emocionarse: estar vacío, solo, hueco. Sin respuesta. Aprendí, también, a impostar en esa situación de absoluta nada. A pretender que sí, que entendía lo que me estaban diciendo, que era capaz de reacción, de sentimiento. Pero era todo mentira. Metida en esa zona oscura, que alguna vez describí en terapia como "el lugar azul y negro", experimento con toda claridad el concepto de alma de nuestra tradición occidental y cristiana. Porque no la tengo cuando estoy ahí.
Estoy sentada, inmóvil, en la oscuridad más absoluta. Sin identidad. Sin pasado, ni futuro. Sin amor. Sin energías. Sólo puedo estar allí, hasta que algo funcione de eyector y me saque. No depende de mi voluntad. No hay voluntad allí. Todo lo que soy se fue lejos de mí sin decir cómo ni a dónde, ni si va a volver.
Porque, contra todo lo que podría creerse, contra mi propia punzante vitalidad y las ganas enormes que tengo de hacer cosas, contra mi temperamento positivo y alegre, está la Zona Oscura que es el lugar de la más absoluta Nada, en el concepto que usa Michael Ende en "La historia sin fin". La Nada como el lugar del No-Ser, donde ninguna magia es posible porque no hay chispazo, ni sonido, ni conductividad. Vivo con eso puerta de por medio, espalda con espalda, la Manía y la Depresión en un equilibrio delicado y pendular que en algunas épocas es lento y armonioso y en otras me regala bandazos violentos, lagunas mentales, una parafernalia tanática de espanto, capaz de alejarme de todo lo que me hace humana (o al menos una mejor versión personal).
Creo que el peor de mis miedos ha sido ese: perderme y no volver nunca más, quedar inmóvil en esa zona oscura sin reencontrar esa parte de mí que me hace profunda, tortuosa e imperfectamente feliz. Lo traduje en sucesivas épocas de la vida como diferentes miedos: a la locura, al extravío, al olvido, al desconocimiento completo de mí misma. Me costó mucho entender que esa Nada es parte de mí, que soy yo también, pero despojada de máscaras y de propósito, enfrentada a una pregunta vital que todavía no me atrevo a formular en voz alta, ni a poner por escrito, aunque la tengo en mente cada día e incluso ensayo para ella varias respuestas.
Decía al comienzo que no hay una sola forma de lidiar con la depresión, tome la forma que tome. Hay factores que puedo identificar y hay situaciones en que se me presenta novedosa por completo. La mía es una depresión activa, una de las más silenciosas e inadvertidas. Existen en el mundo personas que me conocen hace años y podría decir sin miedo a equivocarme que nunca me vieron en un momento bajo, aunque estuviese efectivamente pasando por ese momento.
Es difícil de explicar y la verdad es que muchas veces uno mismo no quiere hacerlo. Es complicado hacerse entender y más cuando estás "en" el momento. La reacción general inmediata del que te quiere es ponerse en la positiva, o peor, en la imperativa: vas a salir, yo te voy a ayudar, tenés que hacer esto o aquello. Procurar soluciones, como si uno mismo no hubiera dado ya mil vueltas al asunto. No simplemente sentarse a tratar de entender, a ver si sale de esto aprendiendo algo que el día de mañana quizá ayude a otros.
Yo escribo esto en un buen momento, incluso podría hablar café de por medio con ligereza y hasta con humor. Eso desconcierta mucho a la gente. Entonces, "si te reís de esto, no es tan grave". Bueno, algunas de las personas más positivas y vitalistas que conocí están muertas. Se mataron. Y eran un cago de risa, el alma de la fiesta, gente inteligente, con proyectos. No es que lloraban todo el día por los rincones. Los impulsos suicidas vinieron muchas veces después de momentos de felicidad muy intensos. Tuve algunas de mis peores crisis de angustia después de decisiones en extremo positivas y liberadoras. Esto no es una ciencia exacta. La salud mental no se reduce a un manual de psiquiatría, medicarse y salir andando, aunque eso y la terapia ayuden bastante.
No te salvan los amigos ni la famila, ni la guita, ni una carrera, ni tener proyectos, ni los hijos, ni el éxito personal o profesional. No te salva tener todo lo que querés ni que los planes te salgan de taquito. En mi experiencia, lo peor que se puede hacer es obsesionarse con la cura, con estar bien, con un horizonte de certezas imposible, con tener todo bajo control. Quizá lo mejor ha sido generar una pequeñísima red de seguridad de personas que sí entienden, y abandonarme a ellas llegado el momento. Y tener en claro que controlo poco, muy poco de lo que me pasa. Que a veces es suficiente con ser capaz de discernir cuál de estas emociones que me agitan son reales y cuáles productos de una especie de alucinación maligna que me retiene anclada en el lugar azul y negro.
Me corrijo: todo es real mientras sucede. Los efectos en mi cuerpo y en mi psique son absoluitamente reales. Lo que no es real es lo que sucede por fuera de ese momento. Soy amada. Doy amor. Estoy donde quiero, con quienes quiero. Las nubes dentro de mí eventualmente pasarán, como han pasado tantas otras veces, y volverán otras tantas. Tengo clara una sola cosa y a ella me aferro como un mantra: no soy mi trastorno, no soy mi dolor. Tengo depresión, no soy depresiva. Paso por una fase destructiva; no soy destrucción. No estoy loca, aunque tenga momentos fuera de mí que hagan que los demás me desconozcan por completo. Aunque sienta que efectivamente me pierdo en una Nada sin fondo.
No sé qué más se puede decir sobre el tema. Hoy no puedo decir más. Ya escribí tantas veces detrás de tantas máscaras. Intuyo que habrá otras. No soy esto aunque viva con esto, me repito. No soy única ni estoy sola, aunque en el instante sin tiempo de azul y negro sienta que no existe nadie más en el mundo, ni siquiera yo, que me fui y no sé ni cuándo vuelvo, ni si vuelvo.
Una de las cosas que más reflexiono en estos días (más bien, en este día-en-continuado que nos dejó la nueva normalidad) es la forma en que el ser humano se adapta a la vez que resiste a los cambios. Me resulta fascinante y abrumador. Cada alineamiento tiene sus propios discursos; más intentás evitar alinearte, más te enredás en ellos.
En estos días (o en este loop de días, lo dicho: marzo ya se está convirtiendo en septiembre y nada parece haberse modificado, más allá de los indicadores de crecimiento mascotas-plantas-niños-ausencias) miramos muchas cosas por streaming. Dos series que nos debíamos hace rato, especialmente, me cautivan. "Years and Years" y "L'Effondrement" (El Colapso) parecen hablar directamente al homo videns de hoy. En su momento el impacto de la primera temporada de "Black Mirror" dejó la impresión de que una serie de distopías posibles ya se perfilaban más o menos inevitables, pero estas dos series avanzan un paso más: ya estamos viviendo en una realidad nueva, que mayormente ignoramos; la distopía está aquí, bajo nuestras propias narices, aunque intentemos hacer de cuenta que todo es perfectamente normal, igual que ayer, igual que hace cinco años, diez, veinte.
Y no. El futuro está aquí.
Los que transitamos cuatro décadas en cuarentena caemos en la cuenta, no sin escalofríos, que los niños del futuro distópico ya nacieron, están yendo a la escuela o trabajando en los campos, o mendigando en las calles, o languideciendo bajo las pantallas en este preciso momento. No es que la idea no hubiese cruzado por mi mente ya: soy la bisagra entre la genX y los milenials, nací en 1980, ya a los cinco años (pleno proyecto Guerra de las Galaxias de Reagan) sabía que no quería ser madre, algo en la estructura del mundo me espantaba. Siento una profunda conexión con todo lo que vive y he visto el vacío de la muerte (la no-existencia) en los ojos de quien no tiene nada que perder. Soy una niña del futuro que mis padres veían lejano. Ellos todavía viven y son lo suficientemente jóvenes para, quizá, ver con sus propios ojos ese futuro que creían que recién iban a vivir sus bisnietos, o sus tataranietos.
En sueños recurrentes me muevo en ciudades oscuras, donde todo es amenazador, buscando el refugio de una persona-casa conocida. A veces encuentro el camino, y también puede suceder que la casa esté tan habitada, tan desbordada de personas necesitando simultáneamente de mi persona-casa que termino expulsada, perdida, deambulando por calles que ya no conozco hasta que el paso del tiempo me deshumaniza por completo. No recuerdo quién soy ni de dónde vengo. He perdido el propósito, soy apenas un subhumano intentando vivir para ver un día, otro, que no llega nunca; un animal que trata de que no lo maten. Esa es mi distopia, si no les gusta tengo otras. No mucho mejores. El Hombre tal como lo conozco, perdido el marco cultural de una civilización que le ordene, es un ouroboros de salvajismo impredecible.
Entonces, en estos días, en este día interminable, observo a todos. Los leo, los escucho, los miro por televisión, los cruzo en la cola de los cajeros automáticos o el almacén de la cuadra, caminan por mis veredas. Muchos son amigos, familiares y vecinos. A los extraños sólo puedo analizarlos desde lejos, teniendo siempre en cuenta que quizá no están diciendo lo que realmente sienten, lo que en verdad quieren decir. A veces la propia boca se abre para que hable otro, recuerdo. A cuántos estará acuciando en este preciso instante el salvaje que espera salir, el que sólo buscará salvarse junto a unos pocos de los suyos si todo esto sale mal, horriblemente mal.
Esto: un mundo interrumpido por una pandemia, uno de los infinitos escenarios posibles que en la ciencia ficción toman forma apocalíptica, pero que en este caso desconcierta porque el tal cataclismo no se presenta así, como se lo esperaba. La pandemia no nos está diezmando. Todavía somos muchos. Todavía hay luz, agua potable, gas, internet, la cadena de suministros sigue en pie. No falta comida. Aún circulan saberes en distintos formatos. Los trabajadores del entretenimiento son considerados tan esenciales como los de la salud.
Es sencillo, casi lógico, pensar que el mundo ha sido puesto en pausa y que los recursos de los que nos servimos con liberalidad son infinitos y no peligran, entonces hay una cotidianeidad a la que volver. Pasemos por esto rápido y volvamos a la normalidad, pensarán algunos. Otros estamos más bien intentando vivir en este nuevo encuadre, considerando la posibilidad no sólo de que esto no pase nunca, sino que tengamos que habituarnos a vivir así, en la permanente incertidumbre de una nueva pandemia, de un próximo cataclismo global que, disimulado por la engañosa continuidad de la circulación de bienes, saberes y servicios, vaya arrasando el tejido social como una termita subterránea y silenciosa que deja el colapso del edificio para el apoteótico final, cuando la estructura que parecía sólida se derrumbe de golpe.
Siempre me consideré, y mis vínculos cercanos también, una persona optimista. La verdad es que no sé qué soy. Juego con alineamientos que no me representan porque en realidad nunca dejé de ser una niña del futuro boyando perdida entre todas las realidades alternativas que puedo imaginar. Son muchas, son infinitas. Algunas me alcanzan en sueños, he vivido para ver algunas de mis pesadillas infantiles hacerse realidad. Soy la puerta abierta del asombro, quiero y necesito ser testigo.
Entonces, ¿soy fatalista? ¿soy apocalíptica? ¿soy Casandra, Juan el Bautista gritando en el desierto, José, Daniel en el foso de los leones, el hombre renacentista perdido en un poblado al que no llegan las noticias y que inventa todo lo que ya fue inventado? No. Soy una mujer ignota en una ciudad pequeñita al sur del mapamundi, una ciudad que será barrida del mapa más tarde o más temprano, sin importar que sea a causa de la deriva geológica del planeta o la mano del hombre. Mi apuesta es a este futuro inmediato del día presente, donde todavía puedo hacer brotar plantas de la tierra, criar animales, amasar el pan, cuidar unos pocos afectos refulgentes que hacen la existencia más llevadera. Lo único que puedo hacer es intentar comprender y en el proceso de mi propia, mínima vida, dejar la huella de devastación más pequeña posible.
Mirar al corazón del mundo y de los hombres sin filtros ni máscaras, qué tarea difícil. Es lo primero que nos sacan los titiriteros de lo que algunos llaman el Orden Mundial, el Sistema. Es mucha la energía que pongo en tratar de atravesar esos velos sin convertirme en una demente o una conspiranoica. La compenso tomando energía de una belleza descomunal que es parte de todo lo que nos rodea, que nos trasciende como especie y que es de lo más injustamente ignorado por una Humanidad antropocéntrica que adora a los Santos Estoicos del Lucro y piensa que puede salvarse por sus propios medios.
Podría decirse que a nuestra peculiar manera de estar en el mundo le faltaba una pandemia. Lo último que escribí omitía la amenaza en ciernes, nada de lo que se lee allí habla de lo que estamos viviendo ahora. ¿Te acordás cuando discutíamos esa manía que tengo de no usar la primera persona del plural aún cuando te incluyo? Todavía me cuesta no ser elíptica, especialmente aquí, especialmente ahora, robando minutos a la madrugada en tu computadora, bajo la luz tenue de la linterna del celular, después de que nos despertó el negro Zucchini ladrando sus reclamos bajo la ventana. No quiero que ni los perros sepan que estoy levantada escribiendo esta carta. Quiero y no quiero que estas palabras hablen de nosotros. Seguir siendo el secreto mejor guardado, que crean que nos conocen, reír mientras imaginamos las caras de los queridos extraños si pudiesen escuchar nuestras charlas, si pudiesen ver la forma en la que somos cuando estamos solos. Cuando la oscuridad se apodera de mí, boca abajo, más vacía que cero, invisible vienes a mí en silencio. Pasaron muchos años y pasarán muchos más y seguiremos preocupándonos por las mismas cosas: si uno durmió poco, si al otro le duele algo, cuánto falta para todo lo que falta, cómo asir la pequeña dicha cotidiana sin inmovilizarla. Algunas personas piensan que soy algo; me diste eso, lo sé. Pero siempre me siento una Nada cuando estoy sola en la oscuridad. Después de todo, ¿cuál es la fórmula de lo imposible? Son estos minutos robados a lo cotidiano, las excepciones disruptivas, el espacio entre nosotros donde uno sólo puede navegar a ciegas, confiando en que está todo bien. Son las diferencias respetadas a rajatabla y las libertades inclaudicables. Podrías seguir viviendo a mil kilómetros de distancia y aún así tendría un hilo de plata enredado en el dedo pulsando cada hora de cada día. Es el interés profundo, genuino y compartido. Es la rutina sin rutina y las listas no escritas, los kilómetros y las horas. Esto que sucede, aquí y ahora: otra primera vez en un trayecto generoso en primeras veces. Proporcionas el alma, la chispa que me impulsa y me hace algo más que carne y huesos. Ya se adivina el amanecer y tengo que salir de esta ciudadela. Todas las veces, invariablemente, es la necesidad lo que me impulsa a salir. Y la única razón por la que me rindo a esa necesidad es la certeza del camino de regreso. Volver aquí, volver a vos. En momentos como éstos, cualquier tonto puede ver tu amor dentro de mí.
Los cumplo en la misma ciudad en la que nací, también en medio de una ola de calor. Ni la ciudad ni yo somos las mismas después de veinte años, el tiempo que estuve fuera. Tuve y tengo una familia enorme, en la que la natalidad compensa ampliamente la mortalidad.
Crecí entre la ciudad-pueblo, el campo y el río. El mar del Uruguay durante 15 días en enero, de los 4 años hasta los 19. Jugando con los vecinitos del barrio, con los primos y los compañeros del colegio. Fui una de las primeras promociones mixtas de un colegio de orientación católica en el que hice toda mi educación formal. Fui, también, bastante religiosa hasta la adolescencia; catequesis, primera comunión, confimación, acción católica. Mientras mis hermanos destacaban en gimnasia, yo me dedicaba a los talleres de escritura, canto y teatro. He sido una especie de nerd, una esponja de saberes inútiles, una máquina de desear conocer el mundo. Tengo oído casi absoluto y una facilidad para la música y los idiomas que jamás exploté debidamente.
Tuve un par de novios. Pude irme a estudiar a la universidad. Me casé; mi familia ensamblada comprende actualmente varias geografías. Igual que los amigos. No tengo hijos ni me interesa tenerlos. Escribo casi todos los días desde los cinco años, aunque tuve un par de paradas largas en tiempos de mucho movimiento y cambios, las sufrí muchísimo. Lucho con mi propia cabeza desde que nací al raciocinio. A veces me venzo, muy pocas. Hice terapia, fui al psiquiatra. Viajé por muchos lugares del país, por placer y por trabajo. Tengo amigos en todas las ciudades que conocí.
Soy perezosa para los deportes (en realidad cualquier cosa que implique un reglamento, incluso los juegos de mesa, pierde mi atención al poco rato) pero muy activa en general. Paradójicamente, me encanta leer y podría pasar horas leyendo también. Este es uno de los conflictos más viejos de mi vida. Necesito tener tiempo para escribir y leer, sin dejar de hacer cosas con el cuerpo. Me gusta sobre todo dar largas caminatas al aire libre, con cualquier clima, especialmente en lugar agreste. Me encanta cocinar y comer; podría escribir durante horas sobre mi intensa relación con el alimento.
No me recibí de lo único que estudié. Soy bastante cobarde y vaga para ejercer las pocas actividades que podría basadas en la profesión que elegí en su momento. Supongo que siento que no lo merezco. Que ya a esta altura intentar en este rubro es tirar esfuerzo, que no voy a poder. Desde que entré al mercado laboral siento que estoy allí de prestado, haciendo lo que puedo para sobrevivir bajo cualquier condición que quieran ponerme. Doy mil vueltas para pedir licencia, vacaciones, días por médico. Sigo estando última a la fila de mis propias prioridades.
Tengo problemas crónicos de espalda, sobrepeso, ansiedades varias. Duermo a veces bien y a veces mal. El cuerpo se desmorona pieza a pieza. Esto entraña cosas positivas también: he hecho mucho de lo que siempre quise hacer, de la forma en que quise; el cuerpo es testimonio. Sigo provocando miradas en la calle pero ya no me miran dos veces ni me gritan cosas. Soñaba con este momento. Siempre quise ser invisible para los extraños.
Me gusta decir que en los nueve alineamientos soy caótica buena. O al menos lo intento. Elegí una forma de vida que resulta difícil y desgastante porque combina una necesidad extrema de libertad con un esquema rígido de rituales para encajar en el mundo (no podría haber durado en ningún trabajo o institución formal, si no). En definitiva: todo lo que hago se orienta a tener cada vez menos y conservar lo fundamental, mientras procuro mantenerme fiel a esa parte que llamamos nuestra naturaleza.
Vivo en una casa que es casi exactamente la que siempre imaginé. Planta baja, tres ambientes, una galería, un patio inmenso. Vivo con animales y cultivo cosas. Todos los días despierto inundada de un sentimiento de gratitud que me impulsa a salir de la cama con alegría, aunque el día y sus devenires me vayan amargando a veces. Es el lugar al que siempre quiero volver, no sólo porque es un hermoso lugar sino porque todo lo que amo está allí.
Tuve y tengo muchos amores, pero hace trece años y medio comparto mi vida con uno que es, además, un hogar en sí mismo. Un árbol-casa. Mi contraparte, la voz de la conciencia, una persona que es muchas personas y muchas vidas en una sola. Alguien que debate, discute y sabe cuándo dar la razón sin condescender. Alguien que no acepta un "no quiero pensar", que me obliga a ser honesta conmigo misma aunque eso le juegue en contra.
Este módico balance excluye un montón de cosas que me han configurado desde la adolescencia, pero es adrede. Pude y puedo mantener una privacidad privilegiada (cuando no un secreto hermético) en todo lo que atañe a mi intimidad y lo que me ilumina la existencia, que es mi vida de puertas adentro. La que discurre tras bambalinas, en mis ámbitos personales o directamente dentro de mi cabeza. A veces me agarran ganas de escribir algo, cualquier cosa, y entonces vengo (vuelvo) al blog y salen mis estados anímicos o las listas de cosas que pasan por mi cabeza como el código de un programador o el entramado de fibras de una tejedora del NOA. Así funciono, hija mestiza de las eras analógica y digital. Estoy cableada al mundo a través de lo que conozco, parte insignificante de un Todo muy grande que no va a sufrir cuando falte. Así me pienso cuando pienso en vuelapluma. Sin editar, sin cuidar formas, apenas escondiendo algo de información para seguir partida entre lo concreto y el misterio.
Hay una imagen que se repite a lo largo de los años. En el sueño y la vigilia, en las fantasías y la modesta cristalización de los viajes cada vez más espaciados, cada vez más breves. Una eventualidad accidental.
Nací en el litoral argentino, en un lugar donde hay seis meses anuales de calor mayormente húmedo y seis meses de un invierno subtropical que a gatas constituye un alivio. Nací sufriendo el calor y quizá por eso quedé subyugada a muy corta edad por los paisajes de bosques y nieve que veía en los posters del negocio de mis abuelos y las fotos de los atlas. El mar, de momento, lo tenía asociado a localidades balnearias y no lo registraba como destino de fuga, mucho menos para el verano.
Recién conocí la nieve a los veintisiete años, paradójicamente en Buenos Aires. Antes de eso, un garrotillo helado en la cumbre del cerro Catedral, cuando fui de viaje de egresada a Bariloche, y otro en Sierra de la Ventana.
Entre mi primer viaje y el segundo a la Patagonia (lo más parecido que hay en Argentina a un lugar donde me gustaría morir ya vieja) pasaron catorce años. Cada vez que pude ir confirmé ese amor extraño por la aridez y el frío, por los paisajes que en los días grises parecen difuminados, asordinados por el silencio y cuando hay sol tienen una nitidez y definición que elevan todos los sentidos.
No sé hasta qué punto los deseos de la infancia mutan en otras cosas cuando crecemos. A mí ese deseo de vivir en comunión, o al menos muy cerca de la naturaleza y del silencio, se me volvió una urgencia, más acuciante cuanto más crecía. Otros deseos, como recorrer el mundo y conocer todos los países, mutaron en el más modesto "visitar muchas áreas naturales protegidas e interactuar con la menor cantidad de personas posible". (Igual no descarto ninguno; en mi cabeza moldeada por London y Verne todavía resiste la fantasía de vivir todas las vidas que sea capaz de pensar).
Hoy vivo en una casita un poco más pequeña que el último departamento de la etapa de Buenos Aires, pero con galería y un patio que duplica los metros cubiertos. Un terreno cuyo césped mantenemos puntillosamente y en el que comenzamos a cultivar nuestras propias verduras, todo tipo de plantas y flores. Tímidamente, a los tropíezos: él va adelante y yo le sigo. Nos han regalado cuatro árboles y la promesa de algunos más. Vivimos con dos perros, aún cachorros, y un gato. Todo es difícil e insume tiempo: combatir algunos insectos y otros no, entrenar a los animales y sociabilizarlos, no perder el hilo de los pagos mientras vigilamos el ciclo de cultivos, mantener lo que hay mientras procuramos lo que vendrá.
Pasar de un departamento a una casa después de no vivir en una durante la mitad de mi vida es un desafío que a veces me desborda. A veces también pienso que nací para eso, para una casa con enorme jardín, bastante desordenada, sin mucho espacio de guardado y donde siempre hay algo fuera de lugar o apilado donde no debería. Hay días que estoy inenarrablemente cansada y días en que no logro conciliar el sueño por el envuelte y la expectativa de lo que vendrá.
Digo que no sé hasta qué punto, pero sí que el deseo puede mutar en otra cosa, porque es tan fluido como el tiempo y sujeto a los mismos imprevistos. Para preservar la llama de ese deseo hemos sido capaces de sacrificios enormes. Hemos llegado a sentir que la llamita apenas cabía en el cuenco de una mano y que podía apagarse en cualquier momento, incapaz de resistir la brisita tenue de una nueva geografía. La cubrimos con el cuerpo y con el alma hasta quemarnos en ella. Cuando no hay combustible suficiente para que el deseo arda, o lo dejás morir o lo alimentás con tu cuerpo. Eso aprendí del quemador compulsivo de puentes.
Así las cosas, no tengo la casa que soñaba cuando me veía en el Sur. En algún momento del tiempo, que es continuo y puede perfectamente ser alterado por la muerte (mi muerte), quizá haya una Agus más añosa que ya está cuidando otros árboles, otro huerto, otros animales, en esas latitudes donde los seres humanos no se amontonan ni hablan a los gritos de vereda a vereda, donde hay que desplazarse algunos kilómetros para proveerse de lo esencial y saber un poco de todo para no quedar desvalido en mitad de una ventisca. Entre tanto, en el aquí y ahora, tengo esta casa que jamás imaginé habitar (en otro momento de ese tiempo fluido la visité, cuando vivían allí otras personas y la disposición de los cuartos estaba al revés). Sin coníferas, sin perros Terranova, sin montañas y sin lagos. Sólo un colchón de césped verde, la promesa de unos árboles, enredaderas con "trompetitas" de color azul y rojo, una huerta y unos animales que aprendo a cuidar a fuerza de pruebas y error, el río a un kilómetro, el canto de cientos de pájaros.
Esa casa que ahora es nuestra casa ya era así cuando entramos por primera vez, todavía llena de albañiles, el patio un cementerio de escombros y bolsas de basura viejas, el césped raleado, la medianera hecha de tejido vencido sin resguardo alguno. Pusimos un pie allí y todo empezó a florecer, a crecer, a alinearse. Como Howl cuando reagrupa y rearma su castillo gracias a la magia de su corazón-fuego-estrella. Esta casa es, en un tiempo más, varios canteros y arcos cargados de vegetación. Esta casa es el jardín del gigante, con un muro que nos separa de la vista de los curiosos y toda una vida palpitante hacia el fondo, en días de luz y de sombras. Un remanso, una ciudadela. El mejor lugar para vivir.
Aquí y ahora.
Que he sido hiperlúcida desde la infancia no tengo ya dudas. Sin esforzarme, puedo rescatar recuerdos vívidos que se remontan al año y medio, dos años, dos y medio de edad. Con todo lo selectiva que sabe ser la memoria, hay momentos grabados en ella con la nitidez de películas multisensoriales; hasta los olores sobrevivieron. El nacimiento de mis hermanos menores, la caca contra mi piel en el pañal de tela, el incendio de mi primera torta de cumpleaños (un carrusel de papel barrilete que apagaron a los manotazos en el patio de los abuelos), la brasa de un cigarrillo en mi brazo, la vez que una compañerita de jardín me dijo "ya no soy más tu amiga", las primeras palabras aprendidas con un juego de letras de molde, el olor de las estufas a querosén, las primeras pesadillas que me arrancaban de la cama, una caminata nocturna atravesando el patio para dormir con la Tiatá. Y apenas menciono la mitad de lo que me viene a la cabeza antes de cumplir los cinco años.
Esa especie de hiperlucidez abarcó también la comprensión rápida del dolor, su sinrazón, la imposibilidad de los adultos de lidiar con ella. Y si ellos no podían, ¿cómo iba a poder yo? Pude, de alguna forma, creando una serie de sistemas más o menos intercambiables de analgesia. Aislarme del mundo desenfocándolo, extraerme del momento como si abandonara el cuerpo para no escuchar gritos ni llantos, escamotear todo lo que pudiera de mi ser físico y psíquico a las olas de tensión y violencia domésticas.
Estaba y no estaba allí. Algo fascinante de ver, según mis mayores: una niña tan notable por su apariencia tratando de volverse invisible, la boca entreabierta, la mirada perdida, a veces hecha bolita en un rincón.
El mundo me enloquecía, tan lleno de estímulos, tan cruento y hostil, tan maravilloso que podía pasar de un momento de euforia rayano en el éxtasis al llanto más angustioso. Yo era, siempre he sido, un animal emocional. Cada instante me atraviesa como un rayo. Tuve que aprender a no estar ahí para ser atravesada, a disposición del momento, permeable, hipersensible.
Cuando adolescente empecé a tomar distancia física, además de emocional. Me habían sacado la costumbre de desenfocar (ausentarme) a fuerza de sugestión. Te vas a quedar ciega. Te va a hacer mal. Te va a llevar el bobero. Te vas a volver loca. Adopté la costumbre de la fuga, salir de escena. Caminaba, subía a la bicicleta, me iba a lugares donde podía estar sola y monologar en voz alta. A veces parecía estar muy bien y cómoda en un lugar, hablando con todos sin problemas, y de repente desaparecía sin decirle a nadie. Salía al patio con los perros o arrancaba a caminar, no importaba la hora, no importaba el peligro real o imaginario.
Era un llamado, la soledad. La libertad como entelequia, ya que no puedo ser libre de los demás, ya que no puedo ser impermeable... me voy. De los escenarios y de las personas. Quería excluirme de mis propias emociones, una caja de Pandora que se había abierto muy temprano y no conseguía controlar (como ingenuamente pensaba que sí podía controlar otras cosas).
Me desdoblé en una intensa vida de fantasía donde hartarme del contacto humano sin consecuencia alguna, mientras en el plano de lo real una Agus de reacciones estudiadas limitaba ese contacto y sólo liberaba emociones cuando había un indicio probado de reciprocidad en el otro. Del sufrimiento psíquico que ocasionó amoldarme a la expectativa de esos otros emergieron las víctimas de lo que llamaba mi amor extraño. Una forma retorcida de relacionarse a través de máscaras, como una actriz que interpreta el papel que mejor se acomoda al partenaire de ocasión.
Así las cosas, muchos años después la prescindencia me resulta más natural que el apego. Pero soy humana, al fin y al cabo: no necesito y no extraño hasta que tengo cerca al objeto de afecto. Ahí se va todo a la mierda; me zambullo en cada segundo de su presencia y de su compañía. Me cuesta un huevo arrancarme. Y después, la prescindencia de nuevo. Como cauterizarse una amputación con hierro al rojo.
(se cayó el login de medium y publico todo lo ñoño aquí, ahre que a nadie le importaba)
lunes, abril 15, 2019
Escribí el último post hace cinco meses. Ahora vivimos en otra casa, una que espero sea definitiva, aunque en nuestro mundo no existen los absolutos y se navega mayormente en la incertidumbre, entre el caos y la entropía. Últimamente sólo vivo en tensión entre el imperativo del movimiento perpetuo y la necesidad de parar, de tener un lugar que podamos sentir nuestro.
A cuántos sitios hemos llamado casa. Me gustan las listas, así que enumero: un monoambiente de 30 metros cuadrados, la casa paterna, un tres ambientes triste y ruidoso, un par de bungalows, dos carpas en distintos campings del país, algunos hoteles, una cabaña de madera en medio del bosque patagónico, habitaciones prestadas en casas de amigos, el duplex de hasta hace dos meses, el auto.
Me sacudo la sensación de extranjería avanzando sobre la casa que todavía no está terminada, pensando si el acto de darle forma es una manera de completarme también, de no seguir pensando en la próxima mudanza, en lo precario que es todo, en lo finito de la vida, en todo lo que falta hacer para por fin tener el tiempo de sentarme en el pasto a mirar el cielo. O para, por fin, tener el tiempo de volver a escribir.
Los ramitos de eucalipto en el barral de la cortina.
La fina capa de polvillo sobre los muebles.
Olor a comida y a pan casero.
El patio lleno de plantines.
Una soga cargada de ropa que se seca al sol.
Un rastrillo apoyado en el tapial, junto al suspiro.
Las telarañas que vuelven a los rincones al día siguiente de ser quitadas.
Las cortinas entreabiertas.
Sahumerios y hornillos con esencias para recibir a las visitas.
Almohadones baqueteados.
Las mochilas siempre en el futón.
Un libro empezado junto a la computadora.
Media mesa para comer y la otra mitad llena de papelitos, tornillos, cables, pulverizadores de jardín, un cepillo de pelo.
Vidrios empañados con marcas de dedos y salpicaduras de tierra.
Remeras y abrigos sobre las sillas.
Un cargador de celular siempre enchufado.
Paños de cocina en remojo con lavandina.
El rumor del termotanque calentando el agua.
Toallas húmedas colgadas de los picaportes.
Una pila de libros en la mesa de luz.
La música. El golpeteo de los dedos en las teclas.
Masa madre fermentando sobre la heladera.
Los mates compartidos de los fines de semana y los cada vez más raros días francos.
Caricias y roces robados al quehacer de todos los días.
La siesta.
La lectura. Las conversaciones.
Música a toda hora.
La placa de bruxismo olvidada en el baño.
El reloj de pared sin pilas.
Las marcas de pisadas en el suelo al ratito de haber pasado el trapo.
Los papeles que se amontonan sobre el escritorio.
Las cubeteras vacías sobre el secaplatos.
La basura separada junto a la puerta de calle.
El césped a veces crecido y a veces corto del frente.
La luz encendida del porche.
El rumor de la lluvia en el techo y los desagües (un sonido que igual que el árbol que cae en el bosque, sólo tiene sentido cuando hay oídos para escucharlo).
Hace algunos años, con posterioridad a un episodio de violencia en la vía pública, me recomendaron consultar a un psiquiatra.
(Normalmente no estaría contando estas cosas en un blog, pero los blogs pasaron de moda, nadie los lee y ahora siento que soy más libre de usarlo en sintonía con esta nueva forma de vivir cada vez más como se me canta).
Decía: tuve un episodio y golpeé a una persona en la calle, volviendo a casa después de pasarla hermoso en buena compañía. Hacía menos de dos semanas había comenzado terapia y estaba en una etapa de ebullición e incertidumbre absolutas. Sentía que había alcanzado uno de mis objetivos de vida y los otros se desdibujaban o estaban irremediablemente lejos de mi alcance. Sea por lo que sea, con la testosterona a tope siempre me fue muy difícil pensar. Creí que por fin había llegado el momento de medicarse.
El primer psiquiatra que vi recomendó dos antipsicóticos fuertes. Sin haber hablado conmigo más de treinta minutos. Sin análisis de sangre, sin preguntarme más nada que cómo me sentía.
Y yo, que no miento ni al test de Rorschach, le dije exactamente lo que sentía.
Dos antipsicóticos.
Salí de ese consultorio sintiendo que me habían revoleado una trompada, pensando qué quedaría de mí cuando las pastillas comenzaran a hacer efecto.
Hice una nueva consulta con alguien recomendado por la analista que veía en ese momento. Me escuchó durante casi dos horas. Hizo varias preguntas. Indicó análisis completos y recién allí miró la receta del otro psiquiatra.
"Esto tiralo, vamos a buscar lo que mejor te funcione" dijo.
Los dos años que fui y volví de la consulta, ajustando dosis y observando mis propias reacciones más de cerca, fueron bastante productivos en términos de autoconocimiento y bienestar físico, la vida se hizo más vivible, pude sostener resoluciones, enfocarme. Lo más importante: no me perdí en la sopa química, que es el miedo (el prejuicio) más viejo que arrastro con respecto a la medicación psiquiátrica. Por "perderse", entiéndase un desconocimiento tan radical de mí misma que hiciera prácticamente imposible reconocerme, ya no frente al espejo, sino hacia adentro.
El mundo interior, la manera en que mi cerebro configura el deseo y el goce, una intuición animal ajustada para morigerar la devastación que sucedía a los impulsos. Si perdía esas cosas, sentía que perdería lo único que valía la pena de mí, lo único que había logrado que me gustase.
Cada uno ancla su ego donde puede. Mi punto de apoyo es más bien un pivote. Así las cosas, cinco años después de dejar las pastillas (ojalá fuera para siempre; desde el fin de la terapia combinada no puedo pensar en absolutos) me desconocí varias veces. ¿Soy esto?¿Soy lo que era antes? Al menos ya no están los momentos blancos, las lagunas, el zumbido en los oídos, el velo rojo que deformaba el mundo cuando entraba en modo berserker. Todavía. Porque soy esto y soy aquello. La de antes, la de ahora. Y un potencial que aprendí a mirar con cautela, igual que aprendí a caminar entre vidrios y escombros después de cada fin del mundo.
Un animal sólo llega a viejo si aprende.
Hace poco más de tres años empecé un proyecto de escritura que disfruté muchìsimo. Un experimento, a ver si era capaz: dedicar una hora diaria, y sólo una (ni un minuto más) a la redacción, corrección y publicación de un cuento durante un mes. Un cuento al día, una hora al día, todos los días del mes de agosto de 2015. Treinta y un cuentos en total. Salió bastante bien, y aunque algunas historias me gustaron y a otras las odié, cumplí el objetivo a rajatabla.
Ayer terminé de ver esta miniserie y quedé pensativa, regulando, hasta que recordé uno de los cuentos que salieron de aquella experiencia y que transcribo aquí abajo.
El principio del fin.
Parado en la tundra con la última luz y sin otro medio de escape que las propias piernas, Iván reza a un dios desconocido después de muchos años de agnosticismo y le pide, dondequiera que esté, que no lo abandone. En realidad se habla a sí mismo en una letanía sin fin porque pronto no habrá nada más que valerse por la propia. Aquí y en cualquier otro lugar. Iván y los demás son los modernos avatares del Apocalipsis que traen un mañana de barbarie. Hay viejos y hay jóvenes, hombres y mujeres, todos rigurosamente seleccionados y probados a lo largo de años de clandestinidad. Faltan diez minutos para la hora que coordinaron escrupulosamente en cada uno de los puntos del planeta.
Le surge una pregunta inevitable: quién va a fallar. Porque no le cabe duda de que entre tantos al menos habrá otro que sienta lo mismo que él. Mal que bien, todos venían de alguna parte y aunque abjuraron de sus vínculos hace mucho tiempo es difícil no pensar en lo que quedó atrás. No hay lugar para sentimentalismos, porque cuando llegue el final esas familias, sus pasados remotos, estarán igualadas con cualquier otro hijo de puta en la carrera por la supervivencia.
Este es el punto sin retorno. No será él quien falle. Pero reza, muerto de miedo. Tantas cosas pueden salir mal. Nada es peor que este punto al que hemos llegado. Hay que dejar espacio a un nuevo modo de vida. Es posible que sobrevivan unos poquísimos niños para garantizar la continuidad de la especie. Es posible que ninguno de esos niños sea el suyo.
Faltan cinco minutos. Acerca y aleja su mano del botón que debe apretar. Un minuto de descoordinación puede cambiar toda la cadena de sucesos. No está previsto que él sobreviva, pero no le importa. El que abandona a su familia no tiene mucho más por qué vivir.
¿Y si llega antes de que empiece el caos? Su mente se dispara. A pesar de sus esfuerzos por racionalizar la trascendencia del momento, Iván dedica sus últimos minutos a pensar cuántos días a pie hay entre la estepa y su casa, dónde podría encontrar agua y comida, qué rutas conviene tomar. Si camina tres intervalos de cuatro horas, duerme otros tantos y tiene la suerte de encontrar provisiones son diez o doce días. Se entusiasma. Existe una posibilidad si mantiene la orientación y la calma suficientes.
No alcanza a imaginar el momento de su llegada. Está programado para apretar ese botón pese a su ridículo y humano instinto de supervivencia. En el milisegundo que tarda en visualizarse frente a la puerta de su casa, la explosión lo vaporiza.
Un resplandor intenso de cientos de miles de explosiones colma el horizonte. Después no hay luz en absoluto. Las últimas cenizas de Iván tocan el suelo. Lejos, se escuchan los primeros gritos.
Entre los papeles que todavía tengo que ordenar, apilados junto al monitor de la computadora, hay una hoja arrancada de apuro de un cuaderno espiral, varias veces plegada, ya amarillenta en los bordes y un poco sucia. La hoja tiene una frase sola, escrita con resaltador celeste.
cuando la noche es más oscura se viene el día en tu corazón
Hace dos años, una compañera de trabajo (Yano) con la que tenía buen trato pero no una amistad, me dejó ese papel plegado sobre el teclado de la computadora, lo encontré al regresar del baño donde me había encerrado a llorar todo el descanso después de levantarme de la mesa donde compartíamos el mate. No recuerdo qué dije, no recuerdo por qué estaba tan enojada. Sé que estaba muy cansada. Física, y mentalmente cansada, harta, hastiada. El clásico mal día que te hace recordar todos los malos días de los últimos años que por delicadeza y gratitud te resistís a llamar malos (después de todo, siempre hay días hermosos en los malos años).
Lloré un rato más mientras seguía trabajando, aturdida a través de los auriculares. Ocho años trabajé en esa oficina parecida a un gallinero, con divisiones precarias entre los puestos y ningún límite físico entre los compañeros. Una proximidad que me resultaba incómoda, por momentos insoportable. A esa altura no sólo padecía el trabajo. Era la ciudad por la cual ya no sentía ningún cariño y en la cual me creía obligada a vivir, a transitar.
Recuerdo que en ese momento sentía que faltaba poco. Que tenía que faltar poco para irme de Buenos Aires porque estaba (estábamos) al límite.
Ya casi no salíamos del departamento. Habíamos dejado de encontrarle el sabor a caminar por las librerías, visitar amigos, no había dinero para nada, vivíamos para trabajar y amargarnos por todo lo que no podíamos hacer. Para acumular presión como una olla a vapor con poca y nula descarga. Nos alejamos de la ciudad y de su gente, ella se alejó de nosotros. Construimos un circuito que se alimentaba del amor y las pequeñas aficiones puertas adentro de casa, un microcosmos que siempre fue suficiente para manenernos con vida y alegres pero ya no encontraba un soporte para sostenerse. Y nos desgastaba.
Una casa ajena, que cada vez sentíamos menos nuestra. Una seguidilla de malos ratos. La salud resquebrajada. La tristeza episódica. Mis pendulares cada vez más violentos. Sí, tiene que faltar poco, pensaba en diciembre de 2016.
Faltaba todo 2017 y parte de un 2018 que empezó de muy mala manera.
Diría que no sé cómo resistimos, pero no voy a fingir modestia: nacimos para resistir, para pelear más allá de cualquier esperanza.
Si hubiéramos sabido que, aún con un panorama nacional escabroso, teníamos toda esta belleza y este abanico de posibilidades al frente...
Bueno, parece que Yano sabía.
Gracias, Yano.
Para la pequeña familia, y buena parte de la grande, fui La Artista. Era la única que tenía el berretín de leer, escribir, cantar y tocar la guitarra de forma autodidacta. Es decir, todas esas cosas que no dan dinero ni prestigio ni te ayudan a planear un futuro en el que haya una casa, una familia, una cerca de madera blanca y un perro. Pero sí significaban un cierto lustre, una especie de reconocimiento a la inteligencia. Mi capital cultural, la facilidad y rapidez con que asimilaba contenidos absolutamente inútiles para la vida eran prueba suficiente de inteligencia para padres, abuelos y el resto de la familia.
Para mis hermanos era simplemente la que les contaba cuentos, pero no encontraban en esa facilidad para lo impráctico nada extraordinario. De hecho, siempre consideré que ellos eran los más inteligentes, los capaces de capitalizar pura y exclusivamente la información necesaria para desenvolverse en la vida. Mientras que mi hambre de bohemia planteaba cada vez más obstáculos para vivir, volviéndome una atormentada, una bolsa infinita de intensidades y dolores.
Cada conocimiento nuevo agudizaba la angustia, cada nuevo talento que me descubría incapaz de desarrollar de manera perfecta derivaba en una frustración insoportable. Quería ser intachable, sin errores, inmaculada. Así como alguna vez aspiré a la santidad (o al menos a la Más Perfecta Bondad Posible), también quería ser una lectora de constancia irreprochable, una escritora de ortografía y caligrafía impolutas. Quería sacarle a mi voz de coloraturas ínfimas el mayor provecho, alcanzar todas las notas posibles del rango, tocar todos los arpegios con cejilla sin cansarme, bailar llevando el ritmo a la perfección.
No competía con nadie. Nadie era mi modelo. Sólo estaba frente a un espejo imaginario, criticándome por perezosa, por limitada, por poca cosa. Si mi cabeza podía pensarlo, entonces yo debía poder llevarlo a la práctica. ¿Cómo que no? Con voluntad, todo es posible. Y si no lo era, es que no lo estaba deseando con la fuerza suficiente. Eso era evidente.
Por supuesto que todas estas batallas se libraban en el campo de mi intimidad, la familia apenas recibía los frutos: un cuento bonito, un dibujo prolijo, una canción ejecutada a la perfección sin errar una sola nota, las coreografías y sketches teatrales de las reuniones de navidad. Era tan solemne y daba tanta importancia a mis "porquerías" que quedó para siempre en la familia el mote de La Artista, o La Doctora. Los matices burlones en el mote no me interesaban. Sí, era una Artista. ¿Y qué? Podía ser lo que quisiera.
Claro que a los diez o doce años se rompíó el encanto y un poco la familia, pero también el mundo exterior me fueron señalando que había que hacer otra cosa con esa inteligencia. Sacarla de la bohemia y ponerla en otro lado. Confinar las inquietudes artísticas al campo de lo eventual, rebajarlas a la categoría de hobby, porque había que crecer para hacer una carrera que diera dinero, para biencasarse, tener hijos, una casa con jardín y cerca de madera blanca, y, tal vez, un perro.
Empezaba a dolerme no decir más "escritora" cada vez que me preguntaban qué iba a ser cuando fuera grande, pero era más fuerte la vergüenza de recibir la condescendencia ajena o el desprecio con el que descartaban ese sueño. "Ahhhh, pero eso cuando no estés trabajando, ¿de qué vas a vivir?" "Con lo inteligente que sos, deberías estudiar algo que te dé mucho dinero. Podés ser lo que vos quieras".
Pero yo quiero escribir, pensaba. Y cantar. Quiero bailar. Es lo único que quiero hacer, es lo que me gusta.
De a poquito fui metiendo esos deseos, esa respuesta que no volví a dar, en la parte trasera de mi cabeza y confiné la escritura a la intimidad más absoluta. Nadie volvió a pedirme un cuento. Nadie volvió a preguntar "¿¿y?? ¿qué estás escribiendo hoy?".
La Artista se redujo a una anécdota, a un chiste interno, como mi hermana que comía tierra o mi hermano disfrazado con cara de culo para las fiestas del jardín.
Mi escritura, mi canto a voz en cuello y mis coreografías sincopadas fueron a parar al fondo de unas cajas de cartón, exiliadas al ámbito de las cuatro paredes que pude procurarme a golpes de trabajos que no me gustaban. A La Artista la declaré muerta de pura frustración. O mejor dicho, no nacida. Nunca llegué a hacer propio ese título. Me lo dieron otros, en tono a veces admirado y a veces burlón. Y yo lo sentí un estigma, un blasón inmerecido, algo de lo que no estaría jamás a la altura. Así que la maté con mis decisiones, la ahogué, la cagué a patadas en el suelo para que no volviera a jorobar con eso de pasar a primer plano.
Entonces ¿por qué seguía tan enojada?
Hace un par de días, una de mis compañeras de trabajo me contó que su hija de casi siete años pinta unos cuadros hermosos. Que desde muy pequeñita va a taller de pintura. Vi algunos de esos cuadros y sentí una agitación en el estómago, un desasosiego. Algo que tironeó al presente a la Agus que se encerraba a tocar la guitarra hasta que el dolor en los dedos la hacía llorar de bronca, la que mordía la madera hasta dejar marcados los dientes. Los cuadros de esa gurisita me hicieron acariciar con pena la cabeza de la niña que fui, levantándose con el sol incluso los fines de semana, cuando podría haberse quedado durmiendo hasta tarde, sólo por la irreprimible necesidad de escribir.
Mi compañera dice que los referentes artísticos de su hija la alientan a pintar porque es, sin ningún tipo de dudas, una Artista. No sólo crea sin parar, piensa en dibujos y colores desde que se levanta hasta que se acuesta y se toma muy en serio su formación (¡a los siete años!). También, y sobre todo, está ávida de compartir con el mundo lo que hace y no le cuesta ni mostrar sus trabajos ni dejarlos ir. Pinta y regala, expone, circula. Nada de confinar sus colores al fondo de una caja. Eso que es ella y que nunca me animé a ser, que no pasó del berretín o del mote bromista, es una de las marcas más persistentes de mi vida.
Hoy escribo esta primera aproximación para intentar responder la pregunta, para empezar a desenrrollar la madeja caótica de una herida muy vieja.
A ver si me sale.
Quiero una vida de cosas que importen. Me traigo el corazón más liviano que el aire y la ciudad me lo aplasta con el peso de la realidad. Así es tener corazón, me digo. Y en mis oídos todavía el rumor del viento, en mis labios el sabor del mar.
Esas primeras líneas durmieron en un borrador que ya cumplió cinco años. Cinco años desde la última vez que vi el mar en Piriápolis.
Cuando éramos niños esperábamos ansiosos esa primera quincena de enero que significaban el único viaje anual de vacaciones. Después, de vuelta a la casita en Gualeguaychú, a terminar el verano en la pelopincho y bajo los chorros de regadores de casas ajenas. Esa quincena nos llenaba de felicidad a todos y nos daba energías para el año. No esperábamos más porque no había más. Nunca un viaje a Disney ni a otro lugar, nunca vacaciones de invierno en otro lado que no fuera (a lo sumo) el campo de algún pariente. No había más, y estaba bien. No esperábamos otra cosa. Crecimos así, habituados a tener poco y pedir nada.
No obstante, dentro de mí ardía la curiosidad de otros mundos y otros espacios y crecía una vaga impresión, luego certeza, de que afuera de aquella rutina cíclica de escuela y veraneos sucedían cosas realmente importantes. Las perseguí durante toda la adolescencia en jornadas maratónicas de lecturas compartidas, de talleres de teatro, coro, literatura. En mis primeros trabajos en radio. Trabajando para pagar el viaje de egresadas. En los primeros y muchas veces angustiosos escarceos con mis pares, de los que me sentía más lejana que si fuera extraterrestre.
Hace muy poco tiempo volví a vivir en Gualeguaychú, la ciudad de la que salí pitando hace veinte años,hambrienta de otras latitudes y experiencias. Desde entonces recorrí gran parte del país pero no salí de él (bueno, un día a Futaleufú en Chile y dos fines de semana a Uruguay). No me recibí, Nunca hice el dinero suficiente ni trabajé lo suficiente en alternativas que me permitieran viajar por el mundo. Hice otras elecciones y terminé de nuevo donde empecé, sin haber recorrido mundo más que por Internet. (Gracias, Internet).
Hice algunas otras cosas que no tenía previstas, como vivir quince años en Buenos Aires (la última ciudad del mundo en la que me interesaba vivir) y casarme, por ejemplo. Salieron bastante bien, la verdad.
La más imperdonable, sin dudas, fue dejar de escribir seriamente, a diario; tomarme el tiempo de volcar las ideas que llevan años madurando en las tripas, editarlas, descartarlas.
Aquellos dos años sin escribir, coincidentes con un profundo estado tanático que todavía me respira en el cogote cuando siento que la paso demasiado bien, fueron los peores de mi vida. Tanto así que hay cosas que borré por completo. No hay registro oral o escrito de lo que pasó en esos años, sólo imágenes sueltas. Yo parada en la cocina de un departamento de Flores, mirando la pared mientras sostengo una sartén y pienso que tengo lo que merezco: una relación triste, una vida triste. Las visitas al departamento donde mi abuelo esperaba una recuperación que nunca llegó. Las caminatas con mi madre. El segundo embarazo de mi hermana menor. El sexo mecánico que me llena de la misma forma hueca en que la comida chatarra calma el hambre.
Este blog me hizo llegar al fondo del pozo y dar la patada que necesitaba para sacar la cabeza del agua. Por eso vuelvo a él una y otra vez, en cada cambio de la marea. Quisiera escribir en él hasta que no haya más. No sé si de cosas importantes, grandes logros o sueños de esos que inflaman el alma de expectativas. Sí de cosas que importen, que me importen a mí y quizá a algún otro árbol trunco que ande por ahí dando vueltas.
Sólo sé tender hilos de palabras para perderse y encontrarse. Es lo único que sé. Y hay tan pocas cosas tan evanescentes y corrompibles, tan volátiles en el tiempo como las palabras. Que sea un hilo de niebla, entonces. Un hilo de certezas que mañana serán otras. O la cortina de humo con la que preservo aquello que todavía no puede (o no quiere) ver la luz.
Me brindo para no compartirme con nadie, en fin. Las cosas que importan siguen de este lado de las letras.
Recién ahora, después de muchos años, entiendo el verdadero valor de resistir. Defender la propia posición, el derecho a la vida que se elige.
Si por el ejercicio de pensar me vuelvo un monstruo, ¿dejaría de elegir el hábito del pensamiento?
El nuevo año es nueva espera. Acción reactiva frente a la parálisis. Recuperar el uso de los músculos atrofiados en el ejercicio de una supervivencia mecanizada.
No tengo más que silencio de tanto habitar un mundo que cada vez usa menos vocabulario para nombrar las cosas que hubo, las que hay y las que puede haber.
Privilegiada entre los nadies, paria entre los de mi clase. India sin tribu.
Soy una luz que parpadea, mengua, se aleja.
Veo en el pozo de las posibilidades y a veces pesco el reflejo engañoso del fondo. ¿Qué tan lejos estoy? Algunos cortos de vista tenemos problemas con la perspectiva.
El sentido de la oportunidad, que no me falte.
Estoy inquieta. Hay vidas en juego todo el tiempo. Las hipótesis de conflicto todavía me atropellan en sueños.
Lo más difícil sigue siendo el viejo problema de pendular.
Ganar es perder casi todo el tiempo, menos esa vez.
Me encantaría decirte que he estado ocupado, pero la verdad es que los años pasaron como trenes canta Steven Wilson. Y es que el tiempo vuela cuando te entregás al aprendizaje de vivir sin los miedos más antiguos, esos que se enroscan a tus piernas tratando de retenerte en un pozo sin fondo. Intenté no vivir para adentro. Fracasé. Intenté conseguir un mejor pasar. Fracasé. Intenté sostener relaciones asimétricas. Fallé. Todos los indicios estaban a plena luz y esta naturaleza proclive a la compasión, que a veces bordea el altruismo y a veces se despega millones de kilómetros del interés por el otro, no me permitía ver más allá de la dicotomía conformismo-inconformismo.
Antes necesitaba hacer sentir bien a todo el mundo, rellenar los silencios, barrer con las caras serias y terminar con los puteríos a fuerza de empatía. Antes era una máquina de abandonar los propios intereses (tan fluctuantes, tan polémicos) para atender los de aquellos que, según entendía, eran más firmes e importantes. Admiraba la capacidad de los demás de ir a por sus anhelos atropellando todo cuanto se cruzaba en su camino, capacidad que intenté domar desde la infancia. Antes quería tener amigos y creía que la mejor manera era estar pendiente, recordar cumpleaños, hacer confidencias y escribir larguísimos mails que rara vez recibían respuesta. Volcar lo que había en mi corazón, sentimientos que no por genuinos iban a dejar de ser mutables. Los sentimientos están ahí (o no), pero yo no soy la misma (o sí).
Soy más fría, más distante, estoy cansada y dispersa. Ocupada en gestionar el tiempo de la forma en que sea más provechosa para mí. Es el coletazo de la hiperadaptación. No sé si alguna vez esperé algo de los demás. Asumo que sí, porque por momentos me siento perdida... No, me siento abandonada. No sé cuál es mi herida. Lloré mucho estos últimos dos años, hubo meses en que no pasaba un solo día sin angustia. Comprobé que existen dos personas capaces de hacerme hablar cuando no quiero hacerlo. Puede que algún día no haya siquiera una persona y caiga en un mutismo que sólo rompan la necesidad de escribir y de cantar. Lo creo, lo pienso sin angustia desmesurada. Es un paso enorme.
No tengo ganas de expresar afecto a mansalva. No quiero desperdiciar una energía preciosa en tierra yerma. Ya no me interesa caer bien, ahorrarle a otro la incomodidad, cumplir en las fechas, cubrir roles que otros no asumen. Sí me gustaría que el afecto infantil se convierta en un estado de cortesía y tolerancia para que los frutos de mi amor complicado y errático encuentren un destinatario que sepa darles uso.
Hoy me distraen otras cosas, soy un tren a la nada, cargado de anhelos, que deja en cada paraje un pedacito más de lastre inútil. Soy un incendio que arrasa la culpa de estar viva. Vuelvo a los que vuelven una y otra vez a mí, con ganas de hablar sus verdades aunque me duelan, de escuchar lo que realmente digo y no ese barullo con el que intentaba tapar todo el dolor atragantado. Vuelvo a la impureza, juego con las fracturas sin ánimo de recomponer, en un trance de interés puramente arqueológico.
Las personas somos lenguaje. El verbal y el corporal. Hay quienes se expresan mejor con el primero. Aunque me gustaría, no es mi caso. El lenguaje que me define es el otro, el atravesado por y en el cuerpo. Nada dice más de mí que la forma en que me levanto cada mañana, los crujidos de mis huesos y el paso vivo.
Creo que soy exactamente como camino. Creo que estoy hecha para caminar.
Me cuesta horrores aceptar algunas cosas que no puedo modificar. El cambio y el perdón los doy por hechos. Pero esas otras voces en la base de la nuca a veces me complican. He pasado gran parte de mis horas de vigilia, durante toda la vida, intentando llenar ese rumor con otras cosas. Música, libros, ejercicio. Y comida. Muchísima comida. Pero lo que mejor acallaba el ruido era dar largas caminatas. Volvía a conectar con mi cuerpo, del que me sentía ajena la mayor parte del tiempo. Prestaba atención a cada latido, creía percibir incluso el rumor de la sangre que llegaba a mi cabeza. Soñaba despierta, escribía muchísimo al andar. Si había hecho algo malo o recibido un reproche, una buena caminata bastaba para procesar el mea culpa y el remordimiento. Si alguna situación me enceguecía de ira, trataba de salir de la escena caminando.
Alejarme y poner distancia, fueron decisiones que nunca lamenté. Como sí lamento muchos golpes que di por no saber tomarlas a tiempo.
La mayor parte de las ciudades que visité las conozco principalmente por recorridos a pie. Si lo pienso, abruma un poco la cantidad de veces que me detuve a hablar con extraños y caminar junto a personas que recién conocía, o que quizá no volvería a ver nunca más. Caminando somos más observadores, por ensoñados que parezcamos a cualquiera que se nos cruce. Caminar es escuchar, ejercitar la paciencia, la resistencia y la voluntad de autoconocerse. Es un gran ansiolítico, bueno contra la ira y la frustración.
Así las cosas, camino por gratitud hacia la vida. Porque estoy viva y sana y puedo hacerlo. Camino muy cansada, cuando llueve, cuando hace calor. Camino incómoda, con la espalda dolorida y las piernas agarrotadas. Dialogo conmigo misma. Estoy pendiente del entorno, pero en lo más profundo de mí corre otra película. Los recuerdos, las fantasías proyectivas, el libro que estoy leyendo, las vivencias del día, las últimas enseñanzas.
Mientras camino me habilito todo. La vergüenza y la culpa. La tristeza y los recuerdos. Todo aquello que me deja mal parada y desguaza la subjetividad que con tanta dificultad construyo. Si estoy pensando en algo que me genera estas emociones, canturreo y chasqueo los dedos. Qué importa si te miran los demás. Me vacío, abstraigo cada sonido hasta alcanzar un sucedáneo de silencio.
En el universo que se abre mientras camino no es obligatorio ser buena persona, intachable, perfecta. Soy lo que soy, lo que quiero ser y por unas horas consigo perdonarme.
Camino en vacaciones y feriados, camino por el living entre soliloquios a la nada, camino del trabajo a casa porque cada paso me salva de mí misma y pone a trabajar mucho más que el cuerpo y la cabeza.
Vuelvo al blog cada vez que siento que no quedan más refugios virtuales a la realidad sin infiltrar con cuestiones que deberíamos defender voz y cuerpo presentes. Vuelvo a mis papeles cada día porque sé que el destino del papel es degradarse y arder, como los cuerpos y la mente, y no quiero otro destino para mi palabra. Vuelvo a casa porque he crecido y devenido, de alguna forma, conservadora de lo poco que logré en la vida, al mismo tiempo que pienso cómo deshacerme de todo eso para empezar de nuevo. Vuelvo porque el retorno está en la misma esencia del ser humano, porque no hay resiliencia sin revisitar aquello que nos ha marcado, porque no entiendo otra manera de vivir. Todavía.
Y vuelvo a mi pendular, a la búsqueda de comprensión que me lleva cada vez más lejos aunque no me aleje demasiado del mismo punto, como Verne, que sólo vio el mundo a través de sus lecturas, o Spyri, que entendió a las instituciones humanas como una extensión de su pequeña aldea suiza.
Las claves de estas vacaciones: no soy perfecta y nunca lo seré, así que más me vale ajustar este mínimo atrezzo disponible y sacar lo mejor que pueda de allí, porque es mejor arder cuando ya estás consumida y no te queda nada más que ese vos que eras al nacer, la mínima potencia, el tanque vacío, la tierra baldía en la que crece una vara de ciprés lista para ser el árbol que no verá mi generación, sino, con suerte, las que sigan.
Quiero viajar liviana y dar hasta gastarme.
Que no quede nada de mí, ni la ceniza ni el recuerdo.
Que en el lugar vacío crezca algo completamente distinto.
Si me devolvieran todo el tiempo que perdí en amargarme, viviría un par de años más de los que tengo destinados.
Es un momento extraño que no puedo explicarle a nadie. Desparramo piezas otra vez. Una vieja costumbre para una nueva conducta. Haré lo que haya que hacer, no se pueden vivir todas las vidas. Me tomo estos meses como un sabático de incertidumbre y pruebo, fallo, vuelvo a probar. Encontré papeles viejos, una frase de mis veintipico: he sido buena y cobarde en lugar de mala y valiente. ¿En qué momento nos damos cuenta de que pasamos media vida equivocados? ¿Y qué se puede hacer con lo que queda?
Palabras nunca sobran.
Las mastico, las trago, como alguna vez tragué veneno ajeno. Depósito de almas. Doy vida y descarto, no puedo detenerme en un solo personaje, me ahogo. Peleo contra lo que quiero, después a favor. Soy un doble agente del deseo y el hambre.
Las cosas que quiero escribir en estos días reposan en el papel por la sencilla razón de que no encuentro el ánimo para sentarme a pasarlo. El tiempo frente a la computadora me resulta penoso cuando hace este calor. Las temperaturas subtropicales y yo no nos llevamos bien desde que tengo memoria. La sangre me quema, las tripas me arden. Tanto, que a veces fantaseo con cuchillos helados por todo el cuerpo. Sueño que me corto con esos cuchillos y dreno ácido, vapor sulfuroso, hasta quedar exangüe y fría. No puedo caminar ni correr, ni coger, ni bailar, ni siquiera comer con temperaturas arriba de los treinta grados. Aunque esté en un ambiente climatizado, el cuerpo sabe. Incluso en invierno me siento desnuda frente a la computadora para escribir y sudo a mares, desde la raíz del pelo hasta los tobillos.
Hace años sueño que vivo en otras latitudes y cada cosa que hago tiene como único objetivo escapar del verano subtropical en el que pasé toda mi vida. Frío y silencio es todo lo que necesito. Frío y silencio. Frío y silencio. Frío y silencio.