Adoro ser la que se ríe en sus caras azoradas cuando admito lo mucho que me gusto, aún estando quince, veinte kilos por encima de mi peso. Adoro mi personalidad que no necesita de la confirmación de otros para ser arrolladora. Sencillamente, me gusto porque me divierto conmigo misma, me permito actos de egoísmo, encaro mi lado oscuro y trato de amigarme con la idea de que no soy una persona buena, pero sí alguien perfectible que quiere ser bueno. Ni más ni menos, me acepto: con limitaciones, con miles de defectos, con todo lo que todavía tengo por mejorar.
Me moviliza un irrefrenable impulso vital y me dejo llevar por él con altibajos, intentando moderar apenas los bandazos para no volver a pendular como antes, cuando recién tomaba conciencia de lo poderosa de esa energía y la manejaba así, peligrosamente. Con riesgo de partirme la cabeza a cada salto.
Pero no siempre fue así. No siempre fui así. Tuve mis momentos bajísimos, mis crisis, esos momentos donde la mirada ajena pesó tanto que casi... casi me hace cambiar el curso de lo que quería para mi vida. Casi me hacen pensar que mi valor-persona era equivalente a lo que podía demostrar, a lo que podía aparentar. Casi me hacen creer que ambición es igual a motivación, y que la falta de una es equivalente a la carencia de otra. Casi me hicieron sentir que rebelarse era humillarse y que la última palabra en una discusión demuestra algo. La verdad, nunca me sentí más aliviada que el día que me di cuenta que no me afectaban las voces que me conminaban a pisar cabezas para trepar, que me susurraban que era lícito hacer valer la apariencia y el carisma por encima del auténtico esfuerzo o talento. Y esto pasó cuando no había cumplido veinte años.
Cuando renunciás a encajar en ciertos preconceptos se te cierran muchas puertas. Los "amigos" a los que les convenías más zalamera, descarada, siempre sonriente y feliz dejan de llamar. Los potenciales jefes que se dan cuenta que no van a llegar a ningún lado halagándote, te rebotan a la primera entrevista. Los contactos que se presumen profesionales y terminan siendo citas a ciegas desaparecen de la agenda y, cuando querés acordar, hasta te juegan en contra.
Después, el tiempo pasa y te queda lo que sos. Descubrís que está todo bien y que siempre se puede mejorar. Valorás lo conseguido con la misma calma con la que aprendiste a asumir lo que falta. Aprendés a bendecir todo (sea bueno o malo) lo que te hizo llegar a este punto. Cuando releo cosas como esta, me doy cuenta del camino recorrido y de lo cíclico de algunos procesos. Idas y vueltas, pero no en un mismo lugar: en algún momento dejé de ser trompo y me volví barrilete.
Largas caminatas en una primavera fresca. Me olvido por un rato de aquello que me irrita en "la gente". Redescubro la belleza del ser humano en una chica de gesto tranquilo y severo que pasea en bicicleta por avenida Córdoba, una flecha de luz entre cardúmenes de autos unidireccionales, grisáceos. Llega el último fin de semana en este lugar al que llamé "hogar" por cuatro años, hoy decorado con cajas del piso al techo, me estremezco de emoción, "nada nos puede pasar" aunque pase. Las bolsas de ropa huelen a perfumina, en el ambiente persisten vahos a humo de incendio.
Caricias en el alma. Estoy escuchando esto:
Todo el disco es una belleza. Este hombre siempre sabe cómo hacer llorar de emoción.