sábado, agosto 17, 2013

El camino de Tánatos.

Volcada hacia adelante, mirando la pantalla, me pregunto por un momento ¿qué es real? ¿dónde estoy? ¿cómo llegué hasta aquí? El camino está lleno de noches huecas, agujeros negros de la memoria donde cada tanto aparece un recuerdo. Codos en las rodillas, la frente entre las manos, mirando fijamente la esquina inferior derecha de un rincón de un baño anónimo, afuera el ruido fuerte de la música y las risas y golpes que hacen vibrar la puerta. La boca entreabierta hasta sentir que se reseca la lengua, los ojos doloridos de tan fijos, pierdo la noción del tiempo hasta para acordarme de parpadear. Y eso es sólo el alcohol y un poco de depresión, por qué no. Quiero hacerme pequeña y desaparecer, hundirme en la bañera mientras siguen desfilando los borrachos de esta fiesta o los ansiosos que no pudieron esperar a salir para tener sexo. Sólo percibo los sonidos porque estoy hecha un ovillo de cara a la pared, ausente. Estoy y no estoy. Ya fue mi momento, en otros lugares, en otras fiestas. Otras personas, mi inquietud no era la misma, salía sonriendo, veía el amanecer con las piernas colgando de la baranda de algún balcón y segura (segurísima) de que no me iba a caer jamás.
Muchas manos extendidas para tocarme y ninguna hace blanco a menos que yo quiera, siempre es bueno tener la carta del loco para jugarla y que te dejen en paz. Gringa áspera y deprimida en medio de la alegría de todos, casi siempre mal vestida, capaz de bailar y saltar durante horas para después desaparecer en un rincón con la tripa dada vuelta y deseando que la teletransportación exista. Durmiendo en colectivos y en andenes. Caminando un enojo de madrugadas por la zona roja platense, compartiendo el frío en un tren de medianoche con niños que usan el vagón de casa, ida y vuelta desde Capital hasta provincia; todavía no eran chicos del poxi, del paco, por suerte y quién sabe dónde estarán ahora, si vivieron o murieron. 
Yo viví, mal que bien me sobrepuse y seguí moviéndome a través de la gelatina de los días, de la telaraña pastosa de los malos pensamientos. No aquellos que mamá enseñaba a evitar a fuerza de rezos, esos eran buenos al final: los de verdad malos, los que te pueden torcer la vida. Ay, las trampas de la mente, la relatividad de los problemas, mis granitos de arena en el desierto del todo, tan chiquitos y capaces de aplastar edificios, de horadar el titanio. 
Noches de plegar las piernas bajo el cuerpo hasta que la sangre paraba de circular y había que ponerse de pie como fuera para salir a la calle. Sentir que en cualquier momento te van a fallar la conciencia o la cordura o las dos juntas. Buscar un rostro conocido en medio de tantos maniquíes de ocasión para avisarle, superada, que ya me vuelvo a casa "pero cómo, ¿caminando? ¿sola?" y reírme como si no me doliera todo por dentro, como si no estuviera muerta de miedo o destruída. Y saludar de espaldas sacudiendo la mano desmayada, salir por fin por fin POR FIN a la noche piadosa, el único lugar donde me sentía acompañada, justo yo que de tan diurna ya me había acostumbrado a caminar escuchando nada más que las voces dentro de mi cabeza.

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