Hoy cumplo cuarenta y cuatro años; soy, hace rato, una persona que está en la mitad de su expectativa vital proyectada.
Honestamente, no pensaba vivir tanto y sin embargo, aquí estoy. Siempre con una mejor estrella de la que merezco, y con una peor de la que tendría si me gustase más trabajar por el elusivo éxito. Al fin y al cabo, un temperamento inquieto que entraña demasiados intereses, resulta excesivo para una sola vida y un solo cuerpo.
Creo que "inquietud" es la palabra que mejor me define, porque casi no sé quedarme quieta, estar tranquila, despreocuparme (aunque a esto me sale mejor simularlo que muchas otras cosas). Por supuesto, no seré yo misma quien me defina al final de todas las cosas.
Estoy intentando volver a escribir, aunque claramente nunca dejo del todo. El empuje que años atrás dedicaba a eso pasó a otras cuestiones. Extraño perderme en otros mundos, la disociación total de estar en este y aquél lado. No sé cómo podría manejarlo ahora que hay tantas variables, tantas bolas en el aire.
Hace cinco años empecé a convivir con animales, un deseo larguísimamente postergado, y eso se lleva mucha energía y atención que, por cierto, tampoco quiero poner en otro lado. Intento ser constante en el proyecto que elegí, ya que no me sale la constancia en nada más. He sabido sostener el último trabajo que tuve en los últimos quince años, si bien siempre le sobrevuela la incertidumbre. Como le decía hace poco a un amigo, de alguna forma conseguí encontrarme en el trabajo que hago y ahora es también un canal para quien soy.
Me cuesta asimilar la edad que tengo. No porque esté negada ni mucho menos: una de las cosas sobre las que más he escrito en este blog y en los otros es el devenir del tiempo sobre nuestros cuerpos, sobre nuestros recuerdos, sentimientos, impresiones y pulsiones humanas. Pero sucede que más allá de los cimbronazos de salud o de la decadencia objetiva de esta cáscara pasajera, siento que la potencia de mi espíritu sigue inquebrantable. Hay un tipo de energía que no mengua ni se pone en pausa. Simplemente, se redirecciona.
Tengo los mismos deseos, apetitos y aficiones que tuve siempre. Mejor disimulados, más atemperados por la experiencia. Nunca fui paciente, pero me hice paciente. No tengo paz interior, pero he sabido cultivarla para brindársela a otros. Hay poquísimas cosas que me den miedo: ninguna de las que pretenden imponerme de afuera. Sigo siendo inmune a venenos. Sigo experimentando un ridículo optimismo, pero puedo explicar de dónde me viene y por qué se impone a cualquier sensación de desesperanza.
Sigo pendulando, hundiéndome en la mierda, cayendo en inevitables baches de tristeza que no parecen tener que ver con nada de lo que pasa aquí y ahora. Ya no acuno penas viejas, eso no. Soy de las pasiones alegres, positivas. Me gusta arrasarme, quizá nunca deje de hacerlo del todo; lo bueno de haber superado la expectativa de vida que tenía para mí misma es que aprendí mucho sobre mis propios límites, porque siento que todavía tengo muchísimo que experimentar y necesito seguir aquí para poder hacerlo.
No sé qué va a ser de mí en un par de horas, la semana que viene, el mes que viene. Nunca supe. Sólo puedo intuir, seguir mi instinto. Es, diría, lo que mejor me sale. Día a día soy mejor cínica, aunque todavía estoy demasiado metida en el disfraz de civilidad como para volverme completamente perro. Hace algunos años vislumbré esto que es hoy y no me cuesta mucho imaginar que también llegará ese otro momento.
Feliz equinoccio de otoño, menguantes lectores. Gracias por estar ahí.
(y a Marius, cuyo blog bandera nació un mismo día que yo: always the years between us, always the love. always the hours).