En diez días de vacaciones vengo pasando por todos los climas. Mi piel no llega a cuartearse y ya está roja de nuevo, pese al FPS 45 y todas las precauciones. Tomo 3 a 4 litros de agua por día, sin contar el tereré / mate: el agua de estas latitudes es la gloria absoluta y siempre andamos con el bidón lleno por ahí.
Ahora, hacia el final del camino, hace calor. Mucho. Pero en algún momento hizo frío. Volví a tocar la nieve, a arrodillarme sobre ella, a llenarme los puños, agradecida, en un gesto puramente simbólico que nunca pierde sentido. Se me despertaron al cien por cien el oído, el olfato, el gusto, el tacto. Por fin entendí lo que debe haber sentido Johanna Spyri cuando oyó por primera vez el rumor del viento en las coníferas en medio de la majestad y el silencio absoluto de los Alpes, un sonido que se me imprimó para siempre. Lavé y tendí ropa a centímetros de un halcón que nunca receló de mis pies descalzos y mi olor a excursión por el monte. Cocinamos verdaderas exquisiteces en la precariedad de una carpa, bajo la lluvia. Probamos algunas de las cosas más ricas que vamos a comer y beber en nuestras vidas (lo sé). Caminé tanto que mis zapatillas ya no aguantarán el viaje de regreso; siguen allí, al costado del bolso, llenas de pedregullo entre suela y plantilla. Abracé a los árboles con el cuerpo y con el corazón. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando un arcoiris me dio la bienvenida en mi primera mañana de caminatas en Colonia Suiza (el arcoiris más perfecto del mundo, y el más cercano a la Tierra que jamás haya visto). Vi volar a los cóndores. Me mojé manos, pies y cara en los arroyos y cascadas de montaña hasta quedar entumecida. Reverencié a los Lagos en silencio. Leí en voz alta y para mis adentros el primer tomo de los Cuentos Completos de Isaac Asimov (alegrándome por el reencuentro con muchos de ellos). Recordé por qué la gente puede ser maravillosa, aún cuando el fin de este viaje era precisamente no encontrarme a muchos ejemplares de seres humanos. Balanceé varias veces mis pies en el abismo. Me desperté con una sonrisa radiante de algunas de las peores noches de mi vida (traten de dormir después de un día agotador, con frío y los pies mojados). Me decepcioné por el cortísimo tiempo que pude pasar en algunos lugares y por lo mucho que cambió el Bariloche que conocí hace diecisiete años. La decepción duró lo que tardamos en llegar al Valle Encantado: minutos, apenas. Sufrí y gocé como loca el tramo en construcción de la ruta de montañas entre San Martín de los Andes y Villa La Angostura. Esperé media hora con el objetivo listo y las rodillas acalambradas hasta visualizar al volcán Lanín. Percibí los cultivos de frutas neuquinos antes de llegar a verlos, y aprendí que algunas pequeñas ciudades (sobre todo las perdidas en el cerro) pueden oler a alcanfor, menta y especias durante días. Tuve más momentos de lluvia, nubes y viento que de sol.
No compré chocolates, pero sí especias ahumadas y algo de cerveza artesanal. Probé un Partagás, quebrando uno de los pocos tabúes que me quedan en la vida. Extrañé un poco a mi guitarra, sólo un poco: la reservo para viajes más amigables con los objetos. Si la hubiera llevado, habría vuelto tan abollada como yo y además, canté muy pocas veces; hay lugares y momentos donde es mejor dejarse llenar por el canto de la Madre.
Escuché toneladas de música "en tránsito", pero hay una BSO muy definida que no se va a despegar jamás de este viaje: Rush, Arcade Fire, Queens of the Stone Age, Frank Zappa and the Mothers of Invention, Porcupine Tree, These New Puritans, The National, Goldfrapp y su Seventh Tree, Marillion... incluso hubo lugar para Raffaella Carrá, Los Prisioneros y Lady Gaga, bailes tipo "A night at the Roxbury" en el auto y lentos acaramelados bajo los árboles de San Martín de los Andes.
Todavía me faltan algunos días para disfrutar de esto antes de volver. Yo siento que me voy a quedar acá también, como cada vez que vuelvo a casa sin haberme ido del todo.
Ahora, hacia el final del camino, hace calor. Mucho. Pero en algún momento hizo frío. Volví a tocar la nieve, a arrodillarme sobre ella, a llenarme los puños, agradecida, en un gesto puramente simbólico que nunca pierde sentido. Se me despertaron al cien por cien el oído, el olfato, el gusto, el tacto. Por fin entendí lo que debe haber sentido Johanna Spyri cuando oyó por primera vez el rumor del viento en las coníferas en medio de la majestad y el silencio absoluto de los Alpes, un sonido que se me imprimó para siempre. Lavé y tendí ropa a centímetros de un halcón que nunca receló de mis pies descalzos y mi olor a excursión por el monte. Cocinamos verdaderas exquisiteces en la precariedad de una carpa, bajo la lluvia. Probamos algunas de las cosas más ricas que vamos a comer y beber en nuestras vidas (lo sé). Caminé tanto que mis zapatillas ya no aguantarán el viaje de regreso; siguen allí, al costado del bolso, llenas de pedregullo entre suela y plantilla. Abracé a los árboles con el cuerpo y con el corazón. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando un arcoiris me dio la bienvenida en mi primera mañana de caminatas en Colonia Suiza (el arcoiris más perfecto del mundo, y el más cercano a la Tierra que jamás haya visto). Vi volar a los cóndores. Me mojé manos, pies y cara en los arroyos y cascadas de montaña hasta quedar entumecida. Reverencié a los Lagos en silencio. Leí en voz alta y para mis adentros el primer tomo de los Cuentos Completos de Isaac Asimov (alegrándome por el reencuentro con muchos de ellos). Recordé por qué la gente puede ser maravillosa, aún cuando el fin de este viaje era precisamente no encontrarme a muchos ejemplares de seres humanos. Balanceé varias veces mis pies en el abismo. Me desperté con una sonrisa radiante de algunas de las peores noches de mi vida (traten de dormir después de un día agotador, con frío y los pies mojados). Me decepcioné por el cortísimo tiempo que pude pasar en algunos lugares y por lo mucho que cambió el Bariloche que conocí hace diecisiete años. La decepción duró lo que tardamos en llegar al Valle Encantado: minutos, apenas. Sufrí y gocé como loca el tramo en construcción de la ruta de montañas entre San Martín de los Andes y Villa La Angostura. Esperé media hora con el objetivo listo y las rodillas acalambradas hasta visualizar al volcán Lanín. Percibí los cultivos de frutas neuquinos antes de llegar a verlos, y aprendí que algunas pequeñas ciudades (sobre todo las perdidas en el cerro) pueden oler a alcanfor, menta y especias durante días. Tuve más momentos de lluvia, nubes y viento que de sol.
No compré chocolates, pero sí especias ahumadas y algo de cerveza artesanal. Probé un Partagás, quebrando uno de los pocos tabúes que me quedan en la vida. Extrañé un poco a mi guitarra, sólo un poco: la reservo para viajes más amigables con los objetos. Si la hubiera llevado, habría vuelto tan abollada como yo y además, canté muy pocas veces; hay lugares y momentos donde es mejor dejarse llenar por el canto de la Madre.
Escuché toneladas de música "en tránsito", pero hay una BSO muy definida que no se va a despegar jamás de este viaje: Rush, Arcade Fire, Queens of the Stone Age, Frank Zappa and the Mothers of Invention, Porcupine Tree, These New Puritans, The National, Goldfrapp y su Seventh Tree, Marillion... incluso hubo lugar para Raffaella Carrá, Los Prisioneros y Lady Gaga, bailes tipo "A night at the Roxbury" en el auto y lentos acaramelados bajo los árboles de San Martín de los Andes.
Todavía me faltan algunos días para disfrutar de esto antes de volver. Yo siento que me voy a quedar acá también, como cada vez que vuelvo a casa sin haberme ido del todo.
4 comentarios:
Bueno amiga, veo que la poesia y el protector solar llegaron a tu vida para quedarse, no se si comparto. La parte mas bucolica del relato, aunque entiendo que este es un viaje complejo, donde es complicado abarcar todas y cada una de las complejas facetas que hacen al objeto retratado. Te deseo nuevas idas y vueltas, y espero encuentres en una de ellas a
Motivo para retratar a alguno de los particulares y peculiares seres humanos que habitan esos lares.
O sea, la vida misma. Así de frente y de golpe, como el viento helado de la mañana.
Definitivamente, uno se va buscando el silencio, los paisajes, un camino... y termina volviendo por la gente, y por todo lo que nos sorprendió y que no conocíamos.
Zip, es la vida misma. En cada lugar a donde uno se lleve.
:)
Qué bueno que anduviste por mis pagos... Y cómo me cuesta volver! Cada vez más...
Beso!
(Julika)
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