miércoles, mayo 29, 2013

De la vida urbana

No me gusta cómo huele el agua de Buenos Aires. Lo pienso mientras el chorro de la canilla del consorcio golpea el fondo de la olla y me devuelve una lluvia de gotitas pulverizadas con mucho, mucho olor a cloro. Inevitablemente la comparo con el agua que salía de la bomba a motor del campo de mi abuelo Meto: un olor mineral, levemente terroso. Pienso en la temperatura de aquella agua de mi infancia, un agua helada en invierno y en verano. Constante como el moho entre las piedras de la represa. Líquido vegetal y mineral. Venida de la misma napa de la zona del Potrero, en Entre Ríos.
No me gusta esta agua, pero igual lleno la jarra eléctrica con ella sin desperdiciar una sola gota. Tenemos suerte de que haya algo de agua. Hace cinco días el caño maestro que une los baños del primer cuerpo del edificio colapsó e inundó dos pisos de departamentos sobre nosotros. Se nos llovió el techo del baño y perdimos el placarcito... Ok, eso fue demasiada agua. De un tiempo a esta parte siento que todo se rompe en este edificio atrasadísimo de mantenimiento, pero cuyas expensas aumentan puntualmente después de cada paritaria. 
Pienso en la lluvia excepcional de ayer (debe ser la cuarta o quinta excepción en el año) y cómo anegó la 9 de Julio, que antes no se anegaba, y dejó sin subtes a los porteños en plena hora pico. Pienso que mientras llovía en mi baño y mi placard una plaza llena de gente celebró el 25 de mayo, pude estar ahí y salir sin más perturbación que una leve sensación de claustrofobia. Aunque no me gusten las aglomeraciones de ningún tipo, porque no las disfruto.
Pienso: somos afortunados porque tenemos agua potable. Porque tenemos trabajo y por eso: seguro, obra social, aguinaldo, vacaciones, días de licencia por enfermedad. Tenemos suerte porque nuestra zona no se inunda. .Porque cada tanto hay un choreo o un tiroteo pero, por suerte, nunca en los horarios en que vamos o venimos. Porque somos dos, y mal que bien nos las arreglamos rápido porque sabemos trabajar en equipo y nos llevamos bien, juntos y por separado. Creo que esto es lo que nos viene salvando del colapso urbano de esta Buenos Aires que ya no es la que conocí cuando me mudé, diez años atrás: esta relación que parece inquebrantable a pesar de las pruebas.
"Tenemos suerte".
A veces siento que todo lo que pasa en las ciudades como Buenos Aires depende de la suerte. Si tenés suerte, llegás a tu trabajo a horario y volvés a tu casa sano y salvo ("y de buen humor" no debería ser pedir mucho, tampoco; pero es). Si tenés suerte, hoy podés mantener el espíritu alto. Si tenés suerte, no te aumentaron nada de un día para el otro. Si tenés suerte, la gente que querés va a llegar entera (con trabajo y salud) a fin de mes. Si tenés suerte, hoy sonreíste más de lo que te amargaste. Si tenés suerte no se te partió el corazón por alguien a quien no pudiste ayudar. Si tenés suerte, no vas a perder la mitad de la audición para cuando llegues a los 40 años. Podría seguir y seguir, pero para qué.
Yo no digo que en el campo o en un centro urbano más chico se viva mejor. Sé que yo viviría mejor. Así que estoy trabajando para eso, para que en un futuro no se me achicharre el corazón apenas con oler el agua.

jueves, mayo 09, 2013

Subemployed in summertime.

Es verano. Todavía no cumplí los veinte años. Tengo una beca de trabajo de tres meses en el diario local que más me gusta, ayudando en la edición de cables y redactando noticias que rara vez me mandan a cubrir. Ocasionalmente también corrijo, porque la chica que se ocupa de las publicidades y que funciona como correctora no da abasto. Entro después de las 12 y me quedo casi hasta la hora del cierre, de martes a domingos. 
Es el trabajo que siempre quise para ganar algo de oficio; estoy por empezar mi tercer año de Comunicación Social y necesito la experiencia.
En el diario me quieren todos, tengo un trato excelente con el jefe de redacción y el responsable de cables. Me siento cuidada; después de todo, soy "la chiquita" del edificio y aunque soy más bien grandulota, mi cara de niña cansada y mi historia generan simpatías y morbo por doquier. 
Es el verano del infierno en que reventó mi casa y la ciudad entera está al tanto. Justo este año, justo este verano en que empiezo a trabajar en un diario. Justo este verano en el que mi familia casi se vuelve una noticia más en la página de escandaletes locales. Justo este verano, la beca en el diario. Y las caras de incomodidad y compasión rodeándome, aunque nadie dice nada. El afecto con el que me tratan es algo que me alivia y me duele al mismo tiempo. 
Tengo casi veinte años pero cargo tanto, tanto en el cuerpo y en el alma que todavía hoy, trece años después, me asombra haber podido llevar adelante esa experiencia. Mal comida, mal dormida, sufriendo calambres casi todas las noches, pernoctando dos o tres veces por semana en casas distintas, enferma de preocupación por mis padres. Agotada. Se me saltan los huesos de los hombros, se me cae el pelo de a puñados. y a medida que avanza el verano empalidezco en lugar de tomar color.
Recuerdo un par de días aleatorios. Uno en enero, caminando bajo el sol de la siesta con mi vestido de cuadros naranja, rosa y amarillo, sintiéndome toda una profesional hasta que me encierra una pandilla de gurises con bombuchas en las manos y yo dejo caer la mochila al piso y abro los brazos para dejarme empapar, resignada. Me duele tanto todo adentro que las bombitas de agua son un alivio. Lloro las seis cuadras hasta la redacción y cuando llego a la puerta, ya estoy bien. 
Más tarde ese día, quedo en blanco unos segundos frente a la impresora de matriz de punto que escupe un cable tras otro, siento que se me van los ojos para atrás. Fabián me pregunta si estoy bien. Supongo que fue un principio de desmayo, microconvulsiones provocadas por el stress. 
Nunca me voy temprano. Tomo aspirinas y sigo, no quiero volver a casa porque creo que ya no tengo casa. El trabajo es mi refugio. 
Otro día que recuerdo: ya es febrero, nacieron unos cachorritos en el negocio de la mamá de una amiga de mi hermana, nos quedamos con una perrita mestiza tan chiquita que cabe en el cuenco de mis manos. La llevo a la redacción y le encontramos una cajita para que juegue y haga pis y caca. Fabián le pone Pelusa, se encariña con ella. Me pide que lo aguante, que va a ver si se la puede llevar a la casa. Pelusa va y viene una semana en el bolsillo delantero de mi jardinero de gabardina azul. Nunca me voy a olvidar de su peso y su calor en mi pecho, lo buena que era, el consuelo que fue esa semana de oficina con Pelusa desviando la atención de mí hacia ella. Nos veían llegar y éramos una pareja rara, la chiquilina que empezaba a ser periodista con su perrita en el bolsillo del jardinero. Muy entrerriano todo. 
Al final, Fabián se lleva a Pelusa y nunca más la vuelvo a ver.
Cada vez me quedo más tiempo. Llego a irme a las 9 de la noche de la redacción. Alguna vez llevé a mi novio de entonces para que conociera la oficina. Me costó mucho terminar aquel verano, alejarme del trabajo. Era la primera vez que tenía un trabajo que me gustaba, aunque pagaran poquísimo. Aunque a veces fui con fiebre, con sueño, con miedo. 
Desde ese verano de mi última inocencia, tener trabajo se convirtió en mi refugio, en una excusa para no pensar durante horas en los problemas del afuera. También me volví un poco más fuerte y gané una intolerancia que me hace agarrarle bronca a cualquier persona que se escuda en dolores y padecimientos (reales o imaginarios) para esquivar el trabajo. Para crecer, para hacerse fuerte en la vida, no sólo hace falta que te hayan quebrado. Hace falta levantarse, secarse las lágrimas, sonreír y decir "esto no va a poder conmigo".
La verdad es que nadie puede conmigo, a menos que yo me deje vencer.





(Ya que estás, pensalo vos también).

domingo, mayo 05, 2013

Asimetrías

Mis días extraños se presentan sin previo aviso. Los preceden estos sueños que nunca podré explicar y que a veces se me olvidan no bien despierto, dejándome un acorde nublado en el oído como el vibrar de una campana que olvidé que había tocado.
Mis días extraños me parten al medio y me vuelven a armar así nomás, desorganizada como un mal puzzle. Lo veo en mis ojos que delatan la tensión. No me puedo relajar. Lo que hasta hace dos segundos me llenaba de entusiasmo, me desarma y me empaca. Me enfrento con toda la realidad de golpe y caigo a plomo por un tobogán circular que me marea, esperando que al fondo haya el alivio o al menos una poza de agua para recibirme. Mientras la sensación pasa, intento hacer cosas para llenar el tiempo, para evitar que se me note.
En el fondo tengo miedo de mí misma, es un miedo permanente e inevitable. Me doy manija pensando si no estaré volviendo a caer en el autoboicot, si no estoy a las puertas de una depresión (o de una manía...). La vida y la muerte se me hacen una, me paralizo en el vértice de muchas cosas. "¿Y ahora? ¿Y ahora?" Vuelven los dolores de cabeza, las ganas de llorar, las expectativas rotas antes de ser pensadas o sentidas, o formuladas. Para qué dar un paso en este sentido, si finalmente... Finalmente ¿qué?
Si el desorden que me rodea fuera un precio a pagar por la paz mental y espiritual que gané con tanto esfuerzo... pero no, es apenas un síntoma de la entropía que me chupa y me vomita con asco. Soy lo que quiero al precio de lo que perdí haciendo lo que se me antojó sin medir las consecuencias. Soy un poema caótico a la autodestrucción, la cara sonriente que todos miran sin sospechar que allá adentro está el infierno. Me despierto cada mañana con la incertidumbre de quién va a ganar, si mi mejor o mi peor yo. 
No estoy segura de nada en mis días extraños. Ni de mi pasado ("¿aquella era yo?"), ni de mi presente (¿lo merezco?) ni de mi futuro, por más que me visualice allí y no aquí, ya no más. Quizá es eso, el hecho de que me empecé a volver transparente, a desaparecer de aquí para empezar a aparecer allá, aunque falta muchísimo y la ansiedad cabalga a lomos de dragones mientras yo me arrastro a la velocidad de los caracoles. Cada expectativa que no me permito es una semilla que explota en el aire y muere antes de tocar la tierra. Su posibilidad deshecha me amarga. Ahí es cuando me doy cuenta de que no se trata solamente de ser valiente, impulsiva, optimista. De animarse. Ese tipo de coraje me sobra. Para "afuera".
Me falta todavía perdonarme.
Me falta quererme.
Me falta valorarme.
No importa cuánto amor me rodea, siento que es inmerecido e insuficiente y que nunca voy a poder estar a la altura de quienes me lo dan. No me alcanzaría la vida para pagar mis deudas afectivas. 
Miro en el espejo y me percibo rota y reensamblada, mal alineada, enferma.
Nunca dejaré de estar enferma. Y aún así, nunca me rendiré a este veneno que me atenaza en los días extraños.