Es verano. Todavía no cumplí los veinte años. Tengo una beca de trabajo de tres meses en el diario local que más me gusta, ayudando en la edición de cables y redactando noticias que rara vez me mandan a cubrir. Ocasionalmente también corrijo, porque la chica que se ocupa de las publicidades y que funciona como correctora no da abasto. Entro después de las 12 y me quedo casi hasta la hora del cierre, de martes a domingos.
Es el trabajo que siempre quise para ganar algo de oficio; estoy por empezar mi tercer año de Comunicación Social y necesito la experiencia.
En el diario me quieren todos, tengo un trato excelente con el jefe de redacción y el responsable de cables. Me siento cuidada; después de todo, soy "la chiquita" del edificio y aunque soy más bien grandulota, mi cara de niña cansada y mi historia generan simpatías y morbo por doquier.
Es el verano del infierno en que reventó mi casa y la ciudad entera está al tanto. Justo este año, justo este verano en que empiezo a trabajar en un diario. Justo este verano en el que mi familia casi se vuelve una noticia más en la página de escandaletes locales. Justo este verano, la beca en el diario. Y las caras de incomodidad y compasión rodeándome, aunque nadie dice nada. El afecto con el que me tratan es algo que me alivia y me duele al mismo tiempo.
Tengo casi veinte años pero cargo tanto, tanto en el cuerpo y en el alma que todavía hoy, trece años después, me asombra haber podido llevar adelante esa experiencia. Mal comida, mal dormida, sufriendo calambres casi todas las noches, pernoctando dos o tres veces por semana en casas distintas, enferma de preocupación por mis padres. Agotada. Se me saltan los huesos de los hombros, se me cae el pelo de a puñados. y a medida que avanza el verano empalidezco en lugar de tomar color.
Recuerdo un par de días aleatorios. Uno en enero, caminando bajo el sol de la siesta con mi vestido de cuadros naranja, rosa y amarillo, sintiéndome toda una profesional hasta que me encierra una pandilla de gurises con bombuchas en las manos y yo dejo caer la mochila al piso y abro los brazos para dejarme empapar, resignada. Me duele tanto todo adentro que las bombitas de agua son un alivio. Lloro las seis cuadras hasta la redacción y cuando llego a la puerta, ya estoy bien.
Más tarde ese día, quedo en blanco unos segundos frente a la impresora de matriz de punto que escupe un cable tras otro, siento que se me van los ojos para atrás. Fabián me pregunta si estoy bien. Supongo que fue un principio de desmayo, microconvulsiones provocadas por el stress.
Nunca me voy temprano. Tomo aspirinas y sigo, no quiero volver a casa porque creo que ya no tengo casa. El trabajo es mi refugio.
Otro día que recuerdo: ya es febrero, nacieron unos cachorritos en el negocio de la mamá de una amiga de mi hermana, nos quedamos con una perrita mestiza tan chiquita que cabe en el cuenco de mis manos. La llevo a la redacción y le encontramos una cajita para que juegue y haga pis y caca. Fabián le pone Pelusa, se encariña con ella. Me pide que lo aguante, que va a ver si se la puede llevar a la casa. Pelusa va y viene una semana en el bolsillo delantero de mi jardinero de gabardina azul. Nunca me voy a olvidar de su peso y su calor en mi pecho, lo buena que era, el consuelo que fue esa semana de oficina con Pelusa desviando la atención de mí hacia ella. Nos veían llegar y éramos una pareja rara, la chiquilina que empezaba a ser periodista con su perrita en el bolsillo del jardinero. Muy entrerriano todo.
Al final, Fabián se lleva a Pelusa y nunca más la vuelvo a ver.
Cada vez me quedo más tiempo. Llego a irme a las 9 de la noche de la redacción. Alguna vez llevé a mi novio de entonces para que conociera la oficina. Me costó mucho terminar aquel verano, alejarme del trabajo. Era la primera vez que tenía un trabajo que me gustaba, aunque pagaran poquísimo. Aunque a veces fui con fiebre, con sueño, con miedo.
Desde ese verano de mi última inocencia, tener trabajo se convirtió en mi refugio, en una excusa para no pensar durante horas en los problemas del afuera. También me volví un poco más fuerte y gané una intolerancia que me hace agarrarle bronca a cualquier persona que se escuda en dolores y padecimientos (reales o imaginarios) para esquivar el trabajo. Para crecer, para hacerse fuerte en la vida, no sólo hace falta que te hayan quebrado. Hace falta levantarse, secarse las lágrimas, sonreír y decir "esto no va a poder conmigo".
La verdad es que nadie puede conmigo, a menos que yo me deje vencer.
La verdad es que nadie puede conmigo, a menos que yo me deje vencer.
(Ya que estás, pensalo vos también).
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